Un periódico resulta siempre una gran familia. Y cuando —casi sin advertirlo— transcurren 55 años, el tejido generacional se expande y aparecen retoños que siguen la huella de los padres fundadores.
No recuerdo exactamente la época en que hizo su debut mi incurable adicción por los periódicos. Quizá se remonte a mis tiempos de estudiante de primaria. Por entonces mi padre solía comprarme el semanario Pionero, con aquellas simpáticas historietas diseñadas por Lillo, donde Matojo encarnaba el estereotipo del niño cubano de la época, avispado y travieso, pero siempre generoso y perspicaz.
«Mamá, enséñame a hacer trenzas», dice la niña, lazos en mano y el pelo muy desordenado. La ira de la madre hace llorar a la pequeña, quien pasa del chillido de sorpresa a la resignación silenciosa, y cualquiera adivina que no es la primera vez.
MI profesor de Sicología Alfonso Bernal del Riesgo, antiguo compañero de Julio Antonio Mella, afirmaba que la risa oxigena la sangre. Creo que, aunque carezca de propiedades curativas para el cuerpo, el humor, en su amplio registro de manifestaciones, desempeña múltiples funciones sociales. Una de ellas, quizá la más extendida, opera como resorte liberador en situaciones de alta tensión, cuando la crisis humana se crispa y bordea el estallido. Se convierte en necesidad social en circunstancias dramáticas como las que atraviesa el mundo, amenazado a la vez por la pandemia, la miseria creciente y la depredación suicida del medio ambiente. Es entonces cuando en el entorno lúgubre se impone la necesidad de abrir una senda luminosa.
Culminó la serie LCB: la otra guerra y hay quien dice que lo contado ahí es ficción. Bueno, en lo que algunos se ponen de acuerdo, aquí viene una historia real. La contó una noche, hace tiempo ya, un hombre cercano a los 70 años ante la insistencia del nieto, cuando el vejigo descubrió que el abuelo estuvo en la Lucha Contra Bandidos —o la LCB, como le decían— al encontrarse un diploma que pasaron por debajo de la puerta ese día, temprano por la mañana.
EL historiador estadounidense y profundo conocedor de las relaciones de su país con América Latina, Robert N. Burr (1916-2014), escribió en alguna ocasión esta lapidaria aseveración que no ha sufrido ningún cambio sustancial con el paso de los años y las diferentes administraciones en la Casa Blanca de Washington:
A contrapelo de sus dolorosas secuelas, la Covid-19 ha abierto los ojos a los terrícolas de cuanta desmesura e irresponsabilidad han tironeado la convivencia humana, y la del hombre con la propia naturaleza de la cual, supuestamente, es el ser supremo.
Cuentan que lo vieron llorar el día de su cumpleaños, cuando la gente, al estilo de la mejor conga santiaguera, se saltó las normas para agasajar al hombre que ha sido la cara más visible de esta batalla cubana contra los demonios de la Covid-19.
La Revolución enseñó a dar por justicia lo que antes se daba por caridad… La frase no es de un teórico o hacedor de la Revolución, sino de alguien que vivió, desde una posición peculiar, el remolino arrasador de sus inspiraciones y cambios.
Tanta era su sabiduría que, cuando ya el apelativo había caído en desuso, todos, intelectuales reconocidos, jóvenes activistas políticos y aprendices quinceañeros, le decíamos Don Fernando. Su personalidad preserva el reconocimiento colectivo, pero la tendencia simplificante al estereotipo lo define como «tercer descubridor de Cuba» y lo evoca, sobre todo, como estudioso de las raíces africanas de nuestra cultura. Lo fue, pero el alcance de su obra desborda ese aspecto esencial. A la infatigable y multidireccional labor investigativa añadió el empeño por animar instituciones que promovieran la diseminación de distintos saberes, como la Sociedad de Estudios Folclóricos y la Sociedad Hispanocubana de Cultura. Contó por mucho tiempo con la colaboración de Conchita Fernández, un nombre que debería permanecer en el registro de nuestra memoria colectiva. Fue su secretaria hasta que Ortiz cedió a la pertinaz solicitud de Eduardo Chibás. Después del triunfo de la Revolución, Conchita trabajó junto a Fidel Castro.