Culminó la serie LCB: la otra guerra y hay quien dice que lo contado ahí es ficción. Bueno, en lo que algunos se ponen de acuerdo, aquí viene una historia real. La contó una noche, hace tiempo ya, un hombre cercano a los 70 años ante la insistencia del nieto, cuando el vejigo descubrió que el abuelo estuvo en la Lucha Contra Bandidos —o la LCB, como le decían— al encontrarse un diploma que pasaron por debajo de la puerta ese día, temprano por la mañana.
«A resultas» —como dicen los viejos del monte— que en esa guerra el hombre era sargento y mandaba una tropa de milicianos. Un día ubicaron una banda —si es que el nombre cabía para una partida que rondaba las seis personas armadas— y al abuelo le dieron la orden de capturarla, y tras ella se fue con su gente.
El caso es que el baile se armó con un dale al que no te dio y la cosa se puso mala porque el plomo anduvo sato. Tuvieron que sacar a la banda de una cueva a base de granadas, y hasta con un «palabreo» de rendición después que los milicianos sonaran un par de tiros con una bazuka china.
Terminado el «guateque» y con los «instrumentos» terciados (por si la música volvía), comenzó una larga marcha loma arriba y loma abajo, trillo va y trillo viene, en la que todos —bandidos y milicianos— tenían un mismo sentimiento: hambre, mucha hambre… Un hambre repuñetera que no dejaba pensar, a veces ni respirar y que los hacía mirar para todas partes —hasta en las verijas más insospechadas del monte— en busca de algo para comer, para al final bajar la cabeza y seguir andando callados y con la boca apretada, porque no había nada. Solo lomas y manigua.
Así llegaron al campamento con la noche cerrada: sucios, cansados, llenos de sudor, con los pies reventados y las ilusiones puestas en la comida. Cuando los hombres quedaron mal que bien formados, con los prisioneros al lado, el jefe se dirigió a la jefatura.
En la oficina, el comandante Raúl Menéndez Tomassevich, jefe de la LCB, escuchó el informe. Luego preguntó: «¿Comieron?», y ante el «No» esperanzado, llamó al cocinero: «¿Qué comida le queda?» «Unas lentejas, comandante, no muchas; pero es algo».
Tomassevich miró al sargento: «¿Cuántos son sus hombres?» Al escuchar el número, el cocinero se rascó la cabeza: «No alcanzan». Menéndez Tomassevich se mantuvo impasible: «¿Cuántos son los prisioneros?». Con la nueva respuesta el cocinero puso otra cara: «Esos sí alcanzan».
Sin pensarlo el comandante asintió: «Está bien, sargento, conduzca a los prisioneros al comedor para que coman y que sus hombres se acomoden lo mejor posible para ver cuándo pueden efectuar la comida. Puede retirarse».
Nadie dijo nada. Aquella noche a muchos les pareció interminable, y el sargento Ángel Luis Vázquez Alvarado se fue a un costado del campamento a espantar la roña.
Muchos años después, al terminar la historia con la familia delante, el viejo oyó un «Abuelo, te jodieron» y sonrió: «No, Tomassevich hizo lo correcto». «¡Pero si te dejaron sin comida, abuelo!», valoró el chico, y se hizo más grande su sonrisa, la misma que sigue en el recuerdo a pesar de su muerte.
«No —dijo—, no nos jodieron». «¿Y por qué?», insistió el nieto, y su cara se mantuvo iluminada, limpia, con un brillo en los ojos mientras decía: «Porque los otros tenían que comer primero».