¿Cuántas veces han recuperado una obra, un plan agropecuario, una prestación de servicios, y pasado un tiempo vuelve de nuevo a mostrar un deterioro alucinante? En mayor o menor medida hemos visto y sentido esa realidad, que para bien de todos va camino al punto final porque ¡no aguanta más!
Transitamos todavía por el dramático 2020. Quizá no todos tengan plena conciencia de que las señales indican que estamos viviendo un presente histórico definitorio. En más de un sentido se ha descorrido el velo para mostrar hasta qué punto la Humanidad atraviesa una etapa determinante. El cambio climático se manifiesta como realidad concreta tangible. Deja sentir sus efectos en los territorios más frágiles del planeta, su franja tropical, poblada por quienes padecen en grado sumo los males derivados de la pobreza resultante de una secular opresión económica impuesta por el poder hegemónico dominante.
Si algo común le ha legado la crisis internacional generada por la pandemia de la COVID-19 al mundo, ha sido la certeza —a veces olvidada— de que el conocimiento salva; y, sobre todo, de que los saberes compartidos y que la ciencia, a través de la integración, pueden sortear y vencer los mayores obstáculos.
Si a la clasificación de las enfermedades humanas se le puede hacer un paralelo con algunas económicas, a la comercialización agrícola en Cuba se le diagnosticaría alguna especie de migraña: un tipo recurrente de dolor de cabeza, cuya aspirina definitiva no acaba de aparecer en el «cuadro básico» de soluciones de nuestra actualización económica.
Hace mucho tiempo un brillante dramaturgo irlandés nos dejó una fórmula para evitar que algún veneno penetrara por nuestros cerebros y terminara en la mismísima lengua.
Si alguien dudaba de que el trabajo en Cuba se ha desvalorizado durante años como fuente de ingresos personales y de riqueza pública, basta una cifra revelada en el Parlamento para preocuparse y ocuparse bastante, porque un país no se desarrolla así: más de un millón 200 000 cubanos en edad laboral no trabajan hoy en ninguna de las formas de gestión y propiedad por una u otra razón, y sí reciben los mismos subsidios a los productos normados y ciertos servicios.
El 11 de noviembre de 1918 terminó la Primera Guerra Mundial, el conflicto bélico de mayor dimensión desencadenado hasta entonces, preludio de los dramáticos acontecimientos que estallarían 20 años más tarde.
Esperaba a que el reloj de tic-tac llegara a las seis de la tarde, para que me encendiera mi abuela el televisor —los Caribe de antes, con las palmitas debajo y aquel botón grande de cambiar canales—. Ella venía, me ponía en las piernas un plato de aluminio con galleticas con mayonesa y me ponía el canal «seis».
El son, con su extraordinaria riqueza, es patrimonio esencial de la cultura cubana y del pueblo que la encarna. Lo ha sido siempre, desde su génesis, porque no nació en laboratorios ni en gabinetes elitistas. Nació en ámbitos populares, gracias al impulso creador y la sensibilidad de sus cultores, gracias al talento indiscutible de sus primeros maestros.