Sinéad O´Connor falleció el pasado miércoles a los 56 años y, como ocurre en estos casos, sus canciones vuelven a la memoria de quienes la escucharon para entender los pedazos de este mundo, aun cuando solo fuera por un instante.
En la mente, en el recuerdo, en lo más hondo de la intimidad de cientos de miles de personas debe estar resonando una voz telúrica, llena de dolor y, al mismo tiempo, repleta de vida, que todavía nos pide darnos una segunda oportunidad en esta existencia, no en otra.
Cuando en la década de los 90 se comenzó a escuchar Nothing Compares 2 U, el público descubrió a una muchacha de cabeza rapada y aspecto salvaje que si no lo llenaba de preguntas, al menos lo dejaba inmovilizado frente a los televisores o las bocinas de los radios y las grabadoras.
En aquellos días ya era usual andar por las calles y de repente escuchar unos acordes, con un coro de ángeles como música de fondo, de los cuales emergía una voz que rompía el secreto de las confesiones.
La mayoría de las personas quizá no entendían lo que decía aquella canción; pero tampoco a nadie le hacía falta hablar inglés para darse cuenta de que allí había una mujer, que pedía a gritos compartir sus dolores con alguien.
Aquella era una voz diferente. No era la irreverencia alegre de Madonna o Cindy Lauper, tampoco la elegancia conmovedora, a veces sobria, de Barbra Streisand y Céline Dion.
Era una voz que resumía todo eso en una figura delgada y de ojos grises, que te miraban entre la ira, el miedo, pero también buscando compasión.
Las imágenes que después vinieron de ella contribuyeron a afianzar esa idea de chica fuera de lugar. En las fotos y videos que se transmitían, Sinéad O´Connor aparecía vestida de negro, descalza, con un fondo oscuro y a veces bailando como si estuviera en las discotecas y fiestas de su Irlanda natal: a lo loco, con una algarabía de gestos y cabezazos que desquiciarían a cualquier coreógrafo; pero que de seguro alegraban a la juventud en los barrios pobres de Dublín.
La industria del placer después afianzó la idea de muchacha sin rumbo. Solo que detrás de aquel espejismo se ocultó a la otra Sinéad: a la de una mujer rebelde que a lo mejor no tenía sus causas bien definidas al estilo de un teórico; pero que, en cambio, las sentía muy bien.
Cuando al inicio del éxito le pidieron que se dejara el pelo largo, ella lo intentó por unos días y en los escenarios apareció una muchacha con pelo negro y cautivante.
Entonces la compararon con Enya, su compatriota que ha embelesado al mundo con los cantos celtas, y Sinéad lo tomó por el lado más derecho: volvió a raparse el cráneo, esta vez para siempre.
Las presiones siguieron para encontrar la misma tozudez. Quizá harta de tantos cuestionamientos, cuando desde el Daily Telegraph preguntaron el por qué de su actitud, Sinéad O´Connor respondió: «Ellos estaban describiendo a sus amantes».
Detrás de esas palabras se encontraba la otra persona: la verdadera rebelde contra los tabúes, contra el patriarcado y contra los poderes mayores.
«No quería ser abusada. No quería vestirme como una chica. No quería ser linda», dijo al explicar sus actitudes.
Se opuso a la guerra de Irak y condenó los abusos sexuales a menores por parte de los sacerdotes católicos. Su condena llegó al polémico extremo de rasgar la foto del Papa Juan Pablo II en un programa de televisión que se transmitía en un horario estelar, y sufrió las consecuencias, aunque también las enfrentó.
Los últimos años de su vida no fueron un edén. Su infancia con divorcios paternos y reformatorios de conducta se combinó con una adultez con trastornos mentales, cambios de nombre y de religión, y hasta la muerte de un hijo que la hundió en la depresión.
Ahora, junto con su muerte, se anuncia el estreno de un documental sobre su vida en el próximo Festival de Sundance. Dicen que tendrá información inédita, posiblemente la necesaria para confirmarnos que Sinéad O´Connor fue solo eso: un ser humano que intentó encontrar un poco de paz en medio del arte inolvidable de su voz.