Eran las diez de la mañana. El sonido del candado oxidado en la última puerta de la penitenciaría y la voz del guardia, rasgada por el exceso de cigarrillos de la madrugada, mientras le vocifera: «Listo, puedes irte», resultaron los primeros sonidos captados por el oído de Manuel tras recibir la libertad condicional.
Fueron dos años de condena. Sin embargo, la lejanía de su esposa Karen, la ausencia de los abrazos familiares antes de dormir y el vacío de no escuchar los Te quiero de su hija Amanda al dejarla en la escuela, los convirtieron en 2 000, quizá una eternidad.
Una vez del otro lado de la cerca, se vio un poco aturdido: había perdido la noción del tiempo, del día y la noche, del verano y el invierno, del mundo a su alrededor.
En casa, la ansiedad era insaciable, a pesar del silencio tras la puerta con el número 13. Karen cocinaba, y sus manos mostraban varias cortadas a causa de la rapidez de sus movimientos con el cuchillo en combinación con el temblor permanente de su cuerpo y el sudor frío en la frente. Pero su rostro refleja una sola cosa: esperanza.
Su hija de diez años, inquieta en la sala, sacudía sus pies de un lado a otro al tiempo que preguntaba: «¿Falta mucho, mami?». Hasta aquel toc-toc, cuando todo se paralizó.
Mientras la puerta se deslizaba lentamente, las miradas se rencontraron, la respiración se detuvo, el nudo en la garganta, los ojos sin parpadeo y el correr de las lágrimas por la mejillas, resumían la inmensa felicidad del momento.
Los abrazos no faltaron; las caricias, los besos, el impacto en Manuel al ver cuánto había crecido su hija, la hermosura mantenida en la sonrisa de su esposa y el sabor tan agradable de sentirse nuevamente en casa.
Su primer día como hombre libre le resultó muy corto: tantas cosas por decir, miles de historias por contar, planes por retomar, metas por alcanzar... Aunque la más importante ya estaba cumplida: el apoyo de su familia, su querer sin rencores, el inicio de un nuevo comienzo.
Pero no sería fácil. En los primeros meses las cosas no marcharon como había pensado. A cada institución que se presentaba, en cada diálogo, su mancha en el expediente asomaba la cabeza y del resto se encargaban los prejuicios. Los comentarios en el barrio, y los de aquellas amistades que se alejaron de él eran claros: «Un ladrón siempre será ladrón», «Un pecador no puede cambiar», «Ay, mira, el presidiario...».
La desconfianza a su alrededor, como esperando una recaída, se volvió su compañera permanente. Por fortuna contaba con el apoyo de su familia y las personas que sí creían en él, en su esfuerzo por continuar siendo una persona de bien, rasgo característico del joven antes de cometer el error.
Un trabajo por aquí, otro por allá, alejados completamente de la profesión para la cual se formó durante cinco años, la Economía, marcaron el entorno laboral de Manuel. El dolor de no poder quedarse solo en la sala de un hogar, los trastornos del sueño y las anécdotas de Amanda sobre las preguntas en la escuela acerca de por qué había estado preso su padre, fueron preocupaciones constantes. Las fuerzas decaían, la fe se desvanecía poco a poco y también las posibilidades de construir un futuro distinto.
Transcurridos cinco meses, la situación de Manuel no auguraba mejora alguna, pero tampoco desaparecían sus buenas acciones, su bondad hacia los demás y las lecturas de la Biblia, hábito asumido mientras permanecía en prisión. Hasta aquella tarde lluviosa del 20 de marzo, cuando la oscuridad de su vida recibió un haz de luz intensa.
Como tanta veces, el joven acudió a un centro a solicitar trabajo como económico, esperando recibir miradas degradantes, gestos indiferentes, palabras prejuiciosas. Pero en esa ocasión sería distinto. La persona con la cual conversaba,
justamente el director de la empresa, parecía entender muy bien la situación.
«No te preocupes, ya ha pasado tiempo. Te doy un voto de confianza. Todos lo merecemos, ¿no crees?», fueron las últimas palabras de aquel señor robusto de unos 60 años, cuyo antebrazo llevaba plasmado un tatuaje muy peculiar: un crucifijo con dos palabras debajo Second Chances (segundas oportunidades, en inglés).
Como una montaña rusa, la vida del exconvicto comenzó a mejorar. En el barrio ya nadie lo juzgaba, compartían con él, confiaban en su persona. Su grandioso desempeño laboral le facilitó nuevas oportunidades, incluso impartir talleres y conferencias para educar a otros. Pasaron los días, los meses, los años.
Manuel continuó su vida sin complejo alguno. De hecho, en cada conversación propicia hablaba de su estancia en prisión, de los motivos por los cuales entró, pero también de cómo encontró el camino. Su experiencia se convirtió en paradigma para ofrecer consejos e inspirar a otros.
Si bien aún quedan personas con gestos de reserva o duda, comentarios a sus espaldas y criterios superficiales, la seguridad lo acompaña. Siente que como ser humano cometió un error, pero ya lo pagó y rectificó su rumbo, pues, como plasmaba en su antebrazo aquel señor, ahora su gran amigo, todos merecemos segundas oportunidades.