Cantar con los niños crea un vínculo afectivo y mágico que puede hacerse eterno. Quizá por eso, recientemente, Clara García González, la actriz que encarna la profesora de la serie Calendario, sin reparar en lo reñida que estaba su agenda, visitó el hogar para niños sin amparo familiar de Guanabacoa; y allí dejó lo esencial del alma de lo que esta muchacha representa dentro y fuera de la escena.
Invitada por trabajadores que cursan el diplomado de Gestión Integral del Transporte, Clarita acudió al lugar, donde un excelente colectivo liderado por la Máster en Ciencias Sociales de la Primera Infancia Margarita González Barrios intenta borrar con cariño y con el arte de la Pedagogía las cicatrices que marcan la vida de los ocho pequeños que allí viven.
Lindo reino fue el regalo musical con que Clarita sedujo a aquellos pequeños llegados a la institución por causas diferentes: hijos de madres internas o esquizofrénicas, casos de abandono o privación de la Patria Potestad…
Todos carecían de la atención y el cariño que ahora reciben. Sus títeres —los que ella maneja con gracia y maestría— quedaron para otro momento, como les prometió, para alegrar aquellas caritas que esconden golpes crueles de los genes y el azar.
Acurrucar a la preciosa Anita, regalarle un muñeco de pelo rizo, como el de la actriz y la pequeña; acariciar a los jimaguas (uno de ellos con una colostomía), interesarse por el destino de los hermanitos venezolanos y la pequeñita mexicana Luciana fueron instantes que Clarita resumió como que «nada logra lo que el amor consigue».
De retorno a su hogar, en el municipio artemiseño de Bauta, la joven de 33 años, quien tiene mucho de su personaje Amalia, reconoció que en Cuba, gracias a instituciones como la de Guanabacoa se salvan de la calle y de los peores destinos a niños que han sido blancos del desamor y la irresponsabilidad familiar.
Comentó que llevaba cerca de dos meses filmando la tercera temporada de Calendario. Alejada de su hijo de seis años, y sin degustar la comida exquisita que su madre cocina, la cual tiene su encanto por la manera armoniosa en que se comparte con todos en la mesa, por simple que sea el menú.
Como nos confesó, estaba desesperada ese día por abrazar a su Marcel y a sus padres. En medio de tantas anécdotas de desamparo, el calor del hogar se le volvió súbitamente una urgencia. Los rostros dejados en aquella casa de Guanabacoa, impecablemente limpia y ordenada, le precipitaron los deseos de estar con los suyos.
Lo mismo sintieron los jóvenes del diplomado, quienes salieron de allí con una de las mejores lecciones de humanismo que los servidores públicos no deberían perderse: cada ser humano rescatado de los extravíos de la vida debería ser un apóstol de la gratitud.
Pensando de ese modo, sería una rareza tropezarnos con un niño sin amparo familiar y se seguirán entonando canciones con los pequeños, pero nos quedó el pesar de que al marcharnos, aunque los dejemos seguros y mimados, les falte el cariño de sus verdaderos padres.