Hace 67 años las novias quedaron sin traje blanco, las madres permanecieron en sobresalto y las hermanas y hermanos menores debieron tomar las riendas de las familias. Nadie supo hasta cuándo ni por qué; tampoco cómo. Ellos sí, ellos sabían lo necesario.
Rosa jamás vio a Flores Betancourt; su pequeña debió crecer sin conocer el olor de papá. «Guillermito», el hijo de Guillermo Granados, tenía apenas 11 meses, y después de ese día fue el único en llevar el nombre en la casa. María Luisa, convertida en Penélope, guardó desde el 24 de julio la cadena de Gelasio Martínez como símbolo de su noviazgo.
No hubo despedidas explícitas; quizá los besos fueron más suaves y los abrazos más intensos: podrían ser los últimos.
Cuando marcharon a Santiago, lo hicieron convencidos de que nacieron en la tierra de la diosa griega y convirtieron el arco y la flecha en los fusiles que les ayudarían a liberar Cuba. ¡Fueron unos valientes! Sabían que el destino de este archipiélago no podía estar en manos vendidas.
De los 28, muchos volvieron en cartas como estrujones al corazón después de incontables días de incertidumbre, otros en cuerpos desechos «en menudos pedazos», y solo poco más de una decena regresó a casa después del triunfo revolucionario.
En Artemisa algunos tienen ese día el alma encogida y llevan flores al Mausoleo levantado en La Matilde, en honor a quienes partieron desde allí hacia la gesta del Moncada a convertirse en héroes o mártires.
La sal de las lágrimas sabe siempre a dolor o felicidad, y para quienes sobrevivieron a los sucesos del 26 de Julio son agridulces. Debieron esperar siete años para recordar que habían valido la pena las historias rotas y los lejanos abrazos.
Lo bueno de la vida es que siempre pone cada cosa en su lugar, y el sitio guardado a los héroes es sublime. Quizá por eso son sus siluetas las que reciben a los visitantes al llegar a la capital provincial, pues no hay mejor manera de contar la historia que haciéndola parte de la comunidad.
Por eso cuando la vida premia con pertenecer a un lugar te hace parte de sus historias, leyendas, orgullos y dolores. Así, ser de Artemisa adjunta la intrínseca idea de ser valeroso, defender causas en las cuales se cree y aferrarse a la lucha como lo hicieron esos muchachos.
Al final ellos no se fueron: viven cada día en la mirada noble de la gente que trata de hacer de Artemisa una ciudad mejor, en los niños que asisten a escuelas públicas y en las huellas de últimos besos perpetuados en la piel de sus seres más queridos… aunque muchas novias hayan quedado sin vestidos blancos.