Le pusimos la Maga por varias razones: ser una profunda conocedora de Julio Cortázar y por su aire fascinante de misterio. Se movía en una mezcla de irreverencia y rigor académico, apreciable en cierto desenfado en el peinado y los anillos y collares que nunca llegaban al desbarajuste y armonizaban con el color de sus ojos y la voz profunda, de tonos graves.
Ante los estudiantes, esos atributos eran una alusión directa a la Maga, el mítico personaje de Rayuela, la novela de Julio Cortázar. Cuando ella aparecía por la escalinata de la casona de G, donde estuvo ubicada la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, alguien del grupo decía: «Por ahí viene la Maga», y al momento la veíamos entrar con los inolvidables mechones de pelo sobre la frente.
«Buenos días. ¿Cómo están ustedes?», decía sin dejar de moverse hacia la mesa del profesor, acomodar su cartera y sentarse con las notas escritas en unas cartulinas recortadas a tamaño de postal y que la acompañarían durante toda las clases de Literatura Latinoamericana. En el primer encuentro ella había dicho con voz dulce, pero contundente: «El que tenga necesidad de salir, pide permiso sin problemas. Pero cuando yo cierre la puerta, por favor, que nadie entre ni salga».
La advertencia fue suficiente para comprender las reglas del juego. Sin embargo, el respeto no nació de allí, sino del convencimiento de que con ella no se perdía el tiempo y también de una manera de relacionarse con los alumnos, donde ellos, sin darse cuenta, se convertían en los protagonistas de la clase. Su método era convertir las conferencias en tertulias literarias en las que el criterio más loco tenía cabida, siempre y cuando fuera bien argumentado.
Quizá el momento culminante de aquella manera de enseñar apareció cuando llegó la hora de hablar de Gabriel García Márquez y el vínculo de su literatura con el periodismo. La Maga dio los datos generales del autor para finalmente acomodar las notas sobre la mesa y hacer algo que podría infartar a cualquier «vaca sagrada» de la Academia.
«Bueno —dijo—, no voy a decir más. De seguro ustedes saben más que yo de García Márquez; así que cuéntenme, para enterarme». Fue así que apareció un diálogo del que salieron los pormenores de cómo el Gabo escribía en ese momento su novela-reportaje Noticias de un secuestro, para concluir en el frondoso árbol genealógico de los Buendía y la soledad como un concepto poético en la literatura.
No obstante, con ella exitían otros anhelos. «¿Cuándo va a aflojar algo?», cuchicheábamos entre los turnos de clase. Y no, no lo hacía. Solo alguna que otra alusión. Mucho Horacio Quiroga y Vicente Huidobro o Roberto Arlt. «Y en la concreta, nada —decíamos—. No afloja nada». Julio Cortázar se convertía entonces en una ansiedad sepultada por el hermetismo de esa mujer. Hasta que también le llegó el turno al escritor argentino y las historias de su vida aparecieron en las clases para ayudarnos a entender por qué en sus cuentos las personas pueden soltar por la boca una cantidad insuperable de conejitos.
Ahora a la Maga, o Margarita Mateo Palmer, que es su verdadero nombre, la han reconocido con el Premio Nacional de Literatura. Un galardón bien merecido; aunque a decir verdad el más importante de todos los premios ya se le había otorgado hace bastante tiempo a «Maggie» Mateo: el del infinito respeto y cariño de sus eternos alumnos.