—La China me dijo que usted siempre está buscando pescado —dice el vendedor al abrirle la puerta.
No sabía quién era «La China», pero bueno.
—Soy de Batabanó. Pescador. Tengo pargo, bonito y atún.
Abre rápido la mochila, pone unos periódicos en el piso y extiende cuatro paquetes de filetes. Desembolsa otro...
—Este es de unos meritos que cayeron en la red. Los paquetes de atún y bonito —continúa— son a siete CUC; cada uno tiene cinco libras y pico; los de pargo son a cinco. Si me compra dos de atún y dos de pargo se los dejo en 17 «fulas».
—Bueno, solo tengo diez CUC; para emergencias —le digo.
—Mira, no quiero caminar mucho; por 12 fulas te dejo dos de atún y el paquetico de meros.
Entusiasmado, entré a buscar los diez CUC de reserva y el billete de 50 CUP que había para pagar la electricidad. «Ya inventaremos algo» —pensé. ¡Diez CUC y 50 pesos por más de 15 libras de pescado de primera calidad!
—Bueno, gracias por el «cabo». La China me dijo que le trajera pargos en dos semanas; si quiere paso por aquí de nuevo.
«El domingo comeremos filetes de atún frito» —estaba eufórico. «Los voy a hacer yo. No dejaré que los empanicen.
«Después —seguí “reflexionando”—, que fulana (mi mujer), haga su “magia”: que los divida —como a ella le gusta— en dos o tres, para “estirar la cosa”».
El sábado temprano saqué un paquete de atún y salí por limón y ajo (estaban tan caros como los peces). «Con una buena marinada de un día para otro, quedarán especiales» —me dije.
De vuelta, estaba listo para adobar la cena dominical... Me esperaba una experiencia muy espinosa. Salvo la lonja de arriba, el resto de las rodajas de «atún» eran una profusa red de delgadas espinas entreveradas en masa.
La única vez que había visto y comido algo así fue a inicios de siglo, en la Ciénaga de Zapata, cuando hacíamos unos reportajes sobre los Guardabosques de Río Hatibonico y un humilde pescador nos invitó a almorzar sábalo.
El elocuente «Pescador de La China» me había vendido tres paquetes de sábalo. De seguro eran de la Bahía de La Habana. Son esos pejes que cuando rozan la superficie del agua dejan una estela como si fueran un enorme animal acuático.
A los días, después de soportar estoicamente las burlas de la familia (mi mujer terminó salcochando aquello para hacerlo croquetas luego de un día entero de espulgue) y de superar mi pena por invertir en espinas un dinero que hacía falta, conté la anécdota. A varios colegas les había pasado igual.
Es el modus operandi de estos pescadores de alcantarilla —y lo digo literalmente. Al «Pescador» nunca más lo vi; ¿a La China?, hay siete por casa.
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Cuando puedo, me gusta escanciar algo de buen ron, y cada mañana un buchito del mejor café. Con lo del alcohol no se debe exagerar, y lo del café puro es un «lujo» difícil de pagar, pero si carezco de dinero, ni tomo ni desayuno.
Mis «gustos», además de caros, requieren de tiempo y de largas caminatas. Evito comprar ron o café molido en cualquier shopping: corro el riesgo de que de bueno no tengan nada, y de puro mucho menos. Los busco en las tiendas grandes. Mientras más grandes, mejor.
No están libres de «pecado», pero prefiero pararme frente a un estante, jugar al «tin marín de dos pingüés» y rezar por tener suerte. En este «juego de azar», lamentablemente no entra el Havana Club en ninguna de sus variantes.
El Havana Club, que no solo se ha erigido por mérito propio en el estandarte de las bebidas espirituosas cubanas, sino que constituye un patrimonio cultural de la nación, es víctima de las mayores falsificaciones. Es un crimen lo que están haciendo con él los estafadores y los comerciantes corruptos.
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No solo «vicios» tengo. Del pollo, qué decir. Solo compro muslos; aunque en uno de esos grandes almacenes a los que me referí, los refrigeradores tengan miríadas de paqueticos de muslo con contra-muslo, no los quiero.
A esta parte mi abuela y mi madre le decían muslo con encuentro. En un kilogramo ensilado de muslo con sobre-muslo (como también se le dice), casi siempre encuentro, solapado en la conjunción de ambos, enormes, grasientos, amarillentos, «colesterolientos» cuajarones de pellejo y empella. Son burdos, grotescos, babosos. Esas «cosas» no son intrínsecas a la noble pieza. Solo manos inescrupulosas pueden poner «eso» ahí.
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Dejé de oír por el barrio el pregón: «¡Compro cualquier pedacito de oro!» (¿Se habrá acabado?). Ahora otra es la letanía: «¡Compro pomo e’perfume de marca a diez y 20 pesos!».
Mi compañera me regaló un Antonio Banderas. Lo compró en una tienda de la calzada. ¿El sex symbol latino olerá así o será un pomo rellenado con cualquier invento?
Antes de sentarme a escribir este comentario, le saqué la etiqueta y rayé firme el frasco. Cuando se vacíe no lo romperé. Es vidrio duro. Pero como mismo no se lo vendería a nadie, tampoco voy a dejar que un «buzo» lo «pesque» en la basura.
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Al hilo del atardecer, ya casi terminando el comentario, oigo otro pregón: «¡Compro pomo e’desodorante vacío a cinco y diez pesos!»... Me huelo. Creo que apesto.