En algún momento nos damos cuenta que el pasado pesa, retiene el ir hacia delante. Y de vez en cuando uno abre escaparates, gavetas, y revisa libreros, sobres, carpetas, y se deshace de lo que ya no sirve para vestir, o para leer, ni para que siga ejerciendo como testimonio palpable de una etapa.
Hemos, pues, de echar algo atrás definitivamente. Es como una imprescindible operación de limpieza, de desembarazo. Pero no todo se ha de eliminar. La madurez de un individuo o de una sociedad se afinca en saber elegir: elegir desde amigos o aliados hasta escoger qué ha de ir al contenedor de los desechos o qué merece seguir junto a nosotros.
Hasta ahora, lo dicho compone episodios de la vida común. Son verdades tan evidentes que algún lector protestará por que le recuerden lo que sabe: Periodista, todos hemos vivido. Cierto. Mas, ¿hemos sabido vivir y en consecuencia dejar atrás lo caduco? Recientemente, visité la escuela donde estudié durante mi adolescencia. No fui a despedirme de ese edificio y de esos días deshojados hace más de 50 años. Mi escuela de Arroyo Naranjo, en Las Cañas, aquel ámbito junto a un río, entre palmas persistentes, no será una de las cosas que deje atrás. En ciertas ocasiones regreso a mirarla. Lo que allí aprendí, es la base de cuanto soy. Podría haber sido peor, sin haber estudiado y jugado en aquel contrapunteo escolar entre la libertad y la disciplina.
De ese viaje a lo vivido deduzco que evocar y sostener las normas entonces asimiladas, no es lo mismo que pretender regresar a la adolescencia cuando uno se acerca a momentos cruciales de la existencia: la vejez pesarosa y el posible cercano final. Volví para reafirmar de dónde vengo y repasar todo lo andado con los medios básicos construidos en esa mi escuela decisiva, para determinar exactamente hacia dónde voy.
En lo social, el pasado tampoco podrá ser una rémora, ni una poceta de aguas estancadas. Pero, posiblemente, parte del pasado nos esté entorpeciendo. A ciertas personas se les figura que la sociedad cubana rema en la canoa de la confusión. Y me pregunto si esa dificultad para ver claro de noche se deba a quienes son incapaces de alumbrar y persuadir a los confusos de que Cuba necesita modificar su arquitectura interna y que, necesariamente, aprender a administrar exige la conjunción de la flexibilidad intelectual y la beligerancia de la vergüenza legada por la historia de nuestra nación.
El presente —quién podrá ignorarlo— es la base del futuro. Pero a esa dimensión temporal sin estrenar en los almanaques, no puede ir ni lo inepto del pasado, ni lo inhábil de hoy. Ya sabemos qué es lo peor de ayer: lo inefectivo, lo absurdo, lo improvisado, lo irracional. ¿Y lo peor del presente? ¿Lo conocemos? ¿Hemos reflexionado sobre nuestra conducta individual y colectiva para preguntarnos si cuanto hago y hacemos es lo justo para trascender esta época de modificaciones, sin atascarse en una fallida buena voluntad que, en vez de contar con cada uno de los ciudadanos, los aleje?
Una vez hablamos en este espacio de la urgente vigencia de los aptos y de los más aptos. Y uno a veces cree que la falta de acometividad en algunos y su inclinación a aplazar riesgos inevitables, convertirán las pruebas actuales en los riesgos del mediano o largo plazo. ¿Y qué se gana alargando soluciones, conviviendo con problemas? Evaluando el costo de cada período, me parecen más costosos los riesgos cuyo afrontamiento se ha suspendido hasta más tarde. Porque, al llegar la hora demorada, quizá ya no podamos hacer lo que ahora se ha de hacer. Si lo menos útil del pasado ha de echarse en los desagües y extirpar así en nuestra mentalidad los condicionamientos retardatarios, tengamos en cuenta que el futuro no admite deudas sin exigir severos intereses.
La mejor aptitud del momento, pues, reclama una actitud ética. Ya vamos reconociendo que la ética está entre lo más dañado en nuestra sociedad. Y ese es el mayor riesgo en el país donde el Che denunció que obraría contra el poder que representaba, y distorsionaba los empeños nacionales quien, valido de su posición, considerara estar por encima de las leyes y del respeto a los bienes del Estado y a las personas. En dos palabras: se corrompería.
Veamos claro, por tanto, que los actos sin ética contienen también otro peligro: la decepción, la indiferencia de los que piden señales lumínicas para orientarse en sus dudas y en cambio perciben sombras. Ojalá todos podamos volver a nuestra escuela inicial y releer las lecciones de ayer bajo una luz más pura y luego repartirla.