Esta escena no es una invención. Uno de nosotros se parapetó detrás de la intransigencia, y dijo: Soy a mucha honra un extremista y no acepto nada que altere un tantico así aquello por lo cual he luchado. Los amigos nos miramos como preguntándonos si era buena o mala esa actitud. Y antes de que algún lector levante la mano, permítanme tratar de allegar una hipótesis no sobre el hecho de que exista una persona con inclinación a los extremos, sino que se ufane de rechazar el término medio.
A uno, que a veces también ve lo que desea ver, le parece insólito que en estas fechas existan extremistas. ¿Acaso no bastan para clarificar conceptos y corregir desviaciones las más recientes experiencias históricas del llamado socialismo real, que la mayoría de nosotros consideró a prueba de crisis y deterioro? Quizá el paso conflictivo de dos décadas ya nos haya obligado a creer que lo pasado descansa en paz y no es conveniente, y mucho menos necesario, analizarlo, evaluarlo y detectar la pervivencia de su influencia negativa en el presente.
Pero, en definitiva, por qué uno habrá de asustarse. ¿Por qué no aceptar la existencia de actitudes inflexibles, rígidas como las tapias? Siguiendo el juego de «toma y deja» en que he venido a parar, admito que si desde el punto de vista de cierta democracia irracional resultaría aceptable la coexistencia pacífica entre prejuicios y fobias y la más humanista ética, desde la óptica de la armonía y el desarrollo de la sociedad ciertos derechos a levantar tienda en los extremos pondrían en riesgo el equilibrio social. La sociedad, pues, ha de protegerse distinguiendo lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo impertinente. Y no parece ahora muy recomendable que el extremismo, aun de izquierda —esa especie de retinosis pigmentaria de la ideología: juzgar la vida a través de un tubo— adquiera en Cuba un desafuero que enrarezca el consenso nacional con negativas o reparos acerca de qué habremos de cambiar o mantener como está en nuestro país.
Lo reconozco. No puedo, si no, detenerme en lo mismo: en el nunca disminuido debate interno. El periodista podría dedicarse, tal vez, a escribir sobre las diversas variedades de mariposas y su correspondencia con la floración de los jardines. En fin, meterse a castrador de colmenas melíferas. Pero cómo traicionar la conciencia patriótica que, —según el Padre Varela y su mejor discípulo, Martí—, no se fomenta y cristaliza solo con palabras amorosas «hacia el suelo que pisan nuestras plantas», sino que exige, sobre todo, el servicio, incluso la abnegación. Y, a mi parecer, la abnegación patriótica reclama también la renuncia al modo particular de querer que la realidad coincida con mi microcosmos o mis intereses personales.
Por ello, el extremismo, la tendencia a ir hacia el borde desde donde no es posible el retorno, hoy sería como la avanzadilla favorable a lo inefectivo o al estéril tremendismo estratégico. Un paneo superficial por las estaciones pasadas, confirma que ningún extremismo, ni siquiera el de las derechas, ha sobrevivido a sus inconsecuencias. Que la soga, si se tensa más allá de su límite de resistencia, se parte. Y el extremismo suele ver el borde, nunca el abismo de los actos fuera de medida.
Me parece que en los extremos, al menos en el extremo del lado cordial del pecho, podría uno alinear cuando lo radical fuera la opción ante el peligro de perder la independencia de la Patria. Porque quién querría una independencia formal, asistida con la desvergüenza al aire o entre telones por el predominio norteamericano. Al menos, este periodista quiere toda la independencia. En este punto, digo no al término medio. Y esa aparente desmesura, tan poco cuerda para los apátridas, la determina la pasión unánime de millones de cubanos de hoy y de ayer, entre los cuales es honorable estar.
Ahora bien, la independencia no se preserva con deseos, sino con acciones que fluyan buscando la abertura, el desagüe más limpio, más seguro para evitar el destino del agua estancada, el de criar por lo común gusarapos y malos olores. Por tanto, abroquelarse en la tendencia menos flexible, menos dispuesta a quitarse la uña para salvar el dedo, no significa la certeza de que la independencia, sinónimo en el legajo cubano de Revolución y socialismo, pueda quedar indemne de los costos de perder el equilibrio y maltratar la razón. En este caso, el término medio, lo más ajustado a lo racional, es la garantía de lo más exacto y estable en momentos críticos. Ahora, quizá, algún lector levante la mano. El espacio es suyo.