El caudal de los pueblos son
sus héroes. José Martí
Llega otro 10 de abril y Cuba vuelve el corazón palpitante y los ojos agradecidos al pueblo aireado y fecundo donde nació, en días en que el orgullo del cubano rozaba los penachos de las palmas, la república candorosa y pujante: a Guáimaro inmortal.
Hirviendo en el pecho de los hombres se dieron cita en el pueblo afortunado lo mejor del pensamiento universal y la dolorosa experiencia americana. Allí, dicho con palabras martianas, «Del abrazo de la danza y el manteo del cura y el bastonete del celador, salió volcánico Céspedes; salió, ígneo, Agramonte; salió, angélico, Morales; salió, creador, Valdés; salieron los padres sublimes que a cada jornada de la libertad encendían una nueva virtud e iban dejando atrás un vicio».
Entre aquellos hombres arrebatados y sublimes el timbre de orgullo que el pueblo sencillo les reconocía, no estaba en cuánto poseían, sino en todo a cuánto habían renunciado a cambio de la dignidad cubana. Allí, entre los más serenos, paseaba su majestuosa sencillez Francisco Vicente Aguilera, el hacendado más rico de oriente, que siendo acaso el líder natural de la revolución en ciernes, aceptó la primacía de Céspedes y puso su hombro para sostener el gobierno acordado, y murió pobre, honrado y bendecido, pidiendo en suelo extranjero solidaridad y reconocimiento para la patria de su corazón. Allí, Salvador Cisneros Betancourt, poderoso de título y fortuna, que al cabo de todos los azares murió, lleno de luz, en la república raquítica y manchada, enfrentando a la dominación del yanqui oportunista que vio con calma calculadora y fría desangrarse a sus puertas a tres generaciones de cubanos, sin hacer otra cosa que lo que le mandó su mezquino interés en la hora rapaz de la codicia. Allí, Ignacio Agramonte, que se arrancó de sí para que entrase en él el alma entera de la patria con la que, acaso más que con su «idolatrada» Amalia, acababa de contraer perennes nupcias, y se sintió feliz de cuanto poseía, no por el egoísmo de la posesión baldía, sino por lo que ponía de sí en el cimiento patrio; y cuando luego de batallar de enero a diciembre y del alba al ocaso, no tuvo casi nada material con qué enfrentar al oprobio y a la tiranía, desnudó para siempre el arma que no hemos vuelto a envainar todavía los cubanos: la vergüenza. Allí, volcánico, Carlos Manuel de Céspedes, que si en algún momento se sintió afortunado de ser dueño de hombres, fue en el instante primero del alumbramiento republicano, cuando los congregó al redoble de la campana emancipadora para anunciarles que desde ese minuto eran hombres libres, y arrojó al crisol de la libertad que amanecía cuanto oro mineral tuvo en sus manos, para que el único oro cuyo brillo no se empaña nunca lo cubriera por siempre: la virtud.
Allí, tantos otros cuyas voces retumban todavía en los aires del pueblo primigenio, convocando a los cubanos desde siempre y recordándoles las palabras de aquel que en espíritu también presidió la Asamblea del 10 de abril dichoso; aquel «santo cubano» y «patriota entero» que desplegó a los ojos de las generaciones que vendrían esta verdad tremenda e inolvidable: «No hay Patria sin virtud».
De entonces a esta fecha, pasando a lo largo del siglo terrible de Mella, Guiteras, Frank, Camilo y Che, hasta Argüelles-García, Águedo Morales y los Cinco, ¿qué virtud humana no ha hallado en los pechos cubanos refugio y abrigo? ¿Qué sacrificio conocido no ha encontrado en el estoicismo y la pasión cubana cumplido ejercicio? ¿Qué intento de humillación no ha tenido de la dignidad cubana oportuna y enérgica respuesta? ¿Y podrán la falacia, la calumnia y la mentira, aunque se organicen a escala planetaria y ataquen con la furia ciega de la impotencia y el rencor, arrodillar a un pueblo semejante? ¿Podrá oponérsele a esa constelación de Héroes que iluminan el cielo y el alma de la Patria Cubana con la luz que brota de su virtud acrisolada y pura, un cielito virtual y desvaído en el que los intereses más rastreros y la falta total de escrúpulos morales pretenden proyectar los fuegos fatuos que emanan de las vidas sombrías de sus «héroes» de computadora?
Hasta aquí el recuento, por ahora. La enseñanza martiana nos aviva el temor de caer en la tentación «de querer poner en palabras cosas que no caben en ellas». Por eso callo, para que sea él quien nos diga que «Aquellos padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de nuestro pueblo; aquellos propietarios regalones que en la casa tenían su recién nacido y su mujer, y en una hora de transfiguración sublime, se entraron selva adentro, con la estrella a la frente; aquellos letrados entumidos que, al resplandor del primer rayo, saltaron de la toga tentadora al caballo de pelear; aquellos jóvenes angélicos que del altar de sus bodas o del festín de la fortuna salieron arrebatados de júbilo celeste, a sangrar y morir, sin agua y sin almohada, por nuestro decoro de hombres; aquellos son carne nuestra, y entrañas y orgullo nuestros, y raíces de nuestra libertad y padres de nuestro corazón, y soles de nuestro cielo y del cielo de la justicia, y sombras que nadie ha de tocar sino con reverencia y ternura».