A pesar de su levedad en nuestra geografía, el actualmente fuera de servicios puerto de Manatí figuró durante décadas como uno de los más activos de la costa nororiental cubana. Muchos barcos mercantes lo planificaban en sus itinerarios. Y era común que algunos, procedentes de la vecina Nuevitas, se arrimaran a recargar a sus espigones de madera para aprovechar las aguas profundas de su fondeadero.
Nacido en un contexto dulce —a pesar de lo salobre de su medio natural— su rubro de exportación tuvo siempre efluvios de azúcar. La trasladaban en sacos de yute por ferrocarril, desde los almacenes del desaparecido central Argelia Libre, hasta los costados de las naves surtas en la rada. Las grúas y los obreros se encargaban después de acomodar la carga en las bodegas antes de levar anclas y zarpar.
Entre los buques que con más asiduidad atracaban junto al muelle del puerto de Manatí estaban los soviéticos, a quienes los lugareños llamaban, genéricamente, rusos. Tan pronto se resolvían los trámites aduanales, sus tripulantes echaban pie a tierra y recorrían el pintoresco poblado. Durante el periplo trababan amistad con la gente. Y casi siempre de esa relación salía pactado un partido de fútbol.
Los portuarios profesan enorme simpatía por el más universal de los deportes. De ahí que jugar contra los «rusos», más que gentileza con el visitante, deviniera motivo legítimo para regalarse 90 minutos de placer. Accedían entonces a topar en aquel terreno sin una brizna de hierba, casi de diente de perro, donde una caída —fortuita o provocada— podía remitir a la víctima directamente a la enfermería.
Dudo que existan estadísticas de más de 30 años de fútbol cubano-soviético en el puerto de Manatí, pero sé que el triunfo sonrió tanto a unos como a otros. Los partidos, por cierto, no concluían siempre pacíficamente. Abundaban las riñas por encontronazos violentos o por decisiones parcializadas de los árbitros que, sin el ánimo de hacerles concesiones a las suspicacias, siempre eran locales.
Lo curioso de aquellos contactos era que, al escucharse el silbatazo final del juego, ganadores y derrotados confraternizaban de lo lindo, independientemente de moretones faciales, magulladuras epidérmicas y narices rotas. Los rusos invitaban a sus anfitriones a subir a bordo para compartir juntos vodka, caviar y pan con el fondo musical de una mazurca. El idioma no fue jamás estorbo para la comunicación.
Los juegos de fútbol entre los tripulantes de los barcos soviéticos y los vecinos del puerto de Manatí, allá por los años 70 y 80 del siglo pasado, son evidencias del nivel que alcanzaron las relaciones de amistad entre la patria de José Martí y la de Vladimir Ilich Lenin. Fueron épocas de goles y de mercurocromo que todavía hoy, al cabo del tiempo, muchos habitantes del simpático poblado recuerdan.