¿Quién no se ha encontrado alguna vez con la mesura hasta el cuello, en el punto en que deja de ser una imprescindible virtud para convertirse en una especie de autocensura que apenas deja expresar? Que si no es el momento oportuno para señalar esto; que si aún no estamos en condiciones de criticar aquello, que si alguien lo puede malinterpretar…
Hace algún tiempo recibía una conferencia sobre el ejercicio de la opinión. Periodistas de prestigio compartían sus experiencias, meditaciones y astucias con los más jóvenes. Al cabo de un buen rato de conversación surgió una pregunta que le puso «picante» al debate. ¿Cuál es el límite?, interrogó uno de mis compañeros de grupo. ¿Cuánto podemos decir y cuánto no? La duda se generalizó, pero entonces no quedó del todo despejada por falta de tiempo.
No tengo la experiencia de aquellos especialistas, pero a fuerza de mucho preguntar, me he provisto, al menos, de una respuesta: los conceptos de lugar y momento oportunos, generalmente quedan en la subjetividad de cada quien. No existe un método absoluto para interpretar la realidad, por lo que no se puede llevar a la tinta pública una sociedad creíble sin mostrar diversidad de criterios.
Tal razón me hace pensar que, salvo algunos casos ciertamente excepcionales, es el periodista quien debe propiciar las circunstancias para decir lo que piensa. ¿Cómo? Encontrando argumentos y evidencias que respalden su trabajo. Luego deberá lucir su sentido común para engarzar con éxito todos los elementos y, finalmente, vencer (o convencer) las resistencias dogmáticas que desde alguna instancia pueden oponérsele. Si logra esto, ya tendrá mucho a su favor.
Podría alguien acotar que los profesionales de la información tienen una responsabilidad muy delicada. Estoy de acuerdo, pero tal compromiso social debe actuar como un incentivo y no como un obstáculo para ejercer la labor de la prensa.
Benedetti preguntaba en uno de sus versos: «¿Cómo voy a creer que el horizonte es la frontera?». Siempre lo recuerdo cuando veo a alguien que se esfuerza por sobrepasar barreras, y pone alma, corazón y vida para ensanchar el límite de lo posible.
Esto pudiera sonar romántico —lo sé—, pero forma parte de un afán que envuelve a muchos, al menos a todos los que queremos una nación más reflexiva, que no vea sus errores como el polvo que se esconde bajo la alfombra, sino como las vallas de una infinita —pero impostergable— carrera olímpica.
Sería deshonesto renunciar a decir lo que pensamos: cederíamos así nuestra posibilidad de construir un país mejor a quienes —desde la simulación o el combate mañoso— solo buscan destruir el justo proyecto cubano.
El horizonte solo puede ser la frontera para aquellos que temen defender su verdad. Para los jóvenes con ansiedad de tantos saberes; para la gente de bien que trabaja y sueña, la meta, creo, está un poco más allá.