Desde hace varias semanas mi tío Víctor acaricia el privilegio de una doble paternidad. Ahora, con la llegada de su primer nieto, ha vuelto a descubrir su condición amantísima de progenitor. Y sumergido en un letargo de cariños le regala mimos al nuevo crío, como si revalidase lo grande de ser padre.
Tanta es su alegría, que ya no descansa cuando regresa a casa tras una noche de trabajo. Todo el tiempo del mundo le parece poco para hacer piruetas, a cambio de estampar sonrisas en el rostro ingenuo de quien apenas lo mira.
«A ver, a ver, a veeer, dónde está el niño de abuelo» —dice con voz medio “chiquiona” mientras lo toma en brazos, lo carga en uno de sus hombros, y le pasa lentamente la mano por la espalda, en un gesto de ternura y paciencia a la vez.
Así son los abuelos, siempre desvelados por quienes desvelan a sus hijos; duendes multiplicadores de afectos y experiencias al unísono; seres invencibles al querer; poetas inspirados en el bien de sus propias creaciones.
¿Quién no ha sentido la candidez de esos genios de la devoción, que sin lámparas maravillosas, ni tarot, ni bolas mágicas, son capaces de presagiarnos el futuro, con el acierto y la constancia de sus lecciones? ¿Quién no atesora al menos un recuerdo grato junto a esos personajes de blanca cabellera, que revelan con orgullo, en sus mejillas arrugadas, el valor de construir una familia?
Que alce la mano el que tampoco ha recibido de ellos un regaño, un apretón de orejas o un castigo por lo mal hecho. Sí, porque no por complacientes y amorosos pueden consentirlo todo; porque les place educar mientras peinan canas para no tener que tolerar la irreverencia. Tal vez a ratos figuren ser insistentes y porfiados, pero enseguida uno los comprende, y se da cuenta de que no pueden pensar como jóvenes, porque llevan sobre sí la mordaza conservadora de los años.
¡Qué viejecillos esos, que tan solo con un beso sucumben ante la voluntad caprichosa de sus nietos! Y se ponen susceptibles cuando no se cuenta con ellos, o cuando la distancia de algún ser querido los conduce a la añoranza.
Hace ya unos cuantos años Van Van proclamó, con un estilo inconfundible, la rebelión de ellos, al tiempo que una serie de la pequeña pantalla se encargó de recrearla, con comicidad y pintoresquismo. De seguro tampoco nadie olvida las aventuras televisivas de aquella diestra anciana que volaba por los cielos pintando peripecias. Y es que, al estar dondequiera, son mitificados hasta por las más diversas manifestaciones del arte como inquietos forjadores de pasión.
Por eso hoy, sin hacerle caso a ninguna convención del almanaque, he querido cantarles con prosa dulce a los abuelos, y especialmente a esos que viven sus años altos, sin temor a desconciertos y olvidos. Les canto a todos los de esa edad: a los que biológicamente lo son, y a los que sin serlo también han cultivado en sus sobrinos o vecinos el amor filial de una segunda generación.
¡Ay, abuelos! Parecen preludios de uno mismo, orfebres de la paciencia humana, cofres repletos de una sabiduría que no se aprende ni en las más encumbradas academias. Ahora mismo no imagino lo que pasaría en el mundo si dejara de perdurar el espíritu ardiente de ustedes.