Los militares corrieron mejor suerte que 25 de sus colegas germanos, muertos en la nación montañosa desde el comienzo de la misión de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), el brazo de la OTAN en ese ruinoso —o arruinado— país centroasiático. Y por supuesto, salieron muchísimo mejor que las decenas de miles de civiles afganos masacrados desde 2001, año de la invasión liderada por EE.UU. para «atrapar» a Osama bin Laden, un sujeto tan escurridizo que el hollywoodesco Spiderman debería sentir envidia...
Alemania dispone de una fuerza de 3 500 militares en el norte de Afganistán. Una zona «tranquila», según el criterio de sus expertos militares, aunque la apacibilidad de un país ocupado por fuerzas extranjeras no es algo por lo que se pueda apostar un euro, máxime cuando la población civil ha sufrido tantas bajas, tantas muertes inútiles, tantas lesiones físicas y psicológicas, de parte de sus «libertadores». Cierto, los misiles sobre Kabul, en el otoño de 2001, no fueron alemanes, pero Berlín ha respaldado a Washington en tratar de consolidar su imposible «paz de los vencidos». Y el que sufre la intervención extranjera no suele diferenciar entre ocupantes «buenos y malos»...
Afganistán, además, ha demostrado ser una trampa para los ejércitos foráneos, así sean de grandes potencias. Gran Bretaña, por ejemplo, que envió sus fuerzas desde la India para imponer su voluntad de que Kabul expulsara a un alto funcionario ruso, fue derrotada en 1842 frente a los insurgentes afganos, y lo fue otra vez en 1921, cuando el país se zafó definitivamente de las ataduras de Londres. Otro tanto pasó con las fuerzas soviéticas, que después de diez años (1979-1989) intentando controlar a los mujaidines, debieron retirarse y dejar el país a merced de los diversos grupos islámicos que se disputaban el poder.
En esa trampa-hoyo están atrapadas ahora las tropas germanas, y las británicas, y las españolas, y las de cada miembro de la OTAN que, por el principio de la «solidaridad», están en la obligación de seguir el derrotero militarista de una belicosa administración norteamericana que se mete en problemas y después no sabe cómo salir. En junio, el gobierno de la canciller federal Angela Merkel prometió —tras el particular tour de despedida de George W. Bush por Europa, la misma Europa que le tuvo sin cuidado en sus arrebatos de unilateralismo— el envío de un refuerzo en tropas, para elevar su número hasta los 4 500 efectivos. De su visita al primer ministro británico Gordon Brown, el inquilino de la Casa Blanca también se fue con un ofrecimiento semejante.
Ignoro qué mueve tanto a Berlín —y a Londres— a seguir cantando la misma tonada del peor mandatario de la historia de EE.UU., que ya está haciendo los bártulos. Pero sí anoto que el candidato demócrata a la presidencia de ese país, Barack Obama, ha pedido otros 7 000 efectivos norteamericanos para desplegarlos en Afganistán, sitio que él considera el verdadero campo de batalla contra el terrorismo, a diferencia de Iraq. Y los alemanes han cogido la seña...
Veo entonces una imagen en The New York Times: un soldado alemán observa a una mujer que asiste a un puesto médico de la OTAN, en la periferia de Kabul. Leo, además, en la página web de la Bundeswehr (el ejército germano) que «el compromiso de Alemania en Afganistán comenzó en 2002. Desde entonces, las tareas clave han sido combatir el terrorismo, (apoyar) la reconstrucción nacional y el desarrollo social en la región».
La pregunta es: ¿Y por qué desde 2002, y precisamente de la mano de un invasor? Antes de ese año, la pobreza ya cundía en los hogares afganos, la infraestructura de la nación estaba despedazada, no había futuro para sus niños... Luego, ¿por qué Berlín no miró hacia allí antes de que lo hiciera Washington?
Ahora, la reconstrucción en la punta de las bayonetas es demasiado punzante. E incluso los que patrullan el «tranquilo» norte deben desconfiar de su propia sombra...