Gracias a determinadas circunstancias profesionales, hemos coincidido todos en varios sitios frecuentados por los jóvenes. Entre esos lugares, la secundaria Guido Fuentes, del Vedado, cuya directora, Ana Rodríguez, es una cubana resuelta, elegante, entusiasta, una mulata de primera, que siente un peculiar orgullo porque su escuela se prestigie cada vez más. Con cubanos como Ana, con su buena onda, su buena energía, tenemos la mitad de la pelea del lado de acá. Con su buena fe, en definitiva.
Me daba gracia ver cómo las muchachitas lloraban y se comían las uñas no más ver aparecer a Israel o a Joel, o incluso esperaban largas jornadas, a que terminaran algunas escenas, para confrontar a sus ídolos —en este caso, no de barro—, pedirles autógrafos y derramar, con toda la sinceridad del mundo, un par de lágrimas. Eso sucede en Cuba y en todas partes del mundo: la gente necesita venerar a sus fetiches, a sus talismanes, a sus amuletos, a esas figuras que alimentan sus ilusiones, algo sagrado, realmente.
Pero si lo anterior me daba gracia, cuanto me ha emocionado ha sido la humildad de estos grandes artistas, su disposición a escuchar y atender siempre al Otro, así vean afectada, una y otra vez, su escasa intimidad. En particular, los Buena Fe siguen siendo dos guajiros nobles y buenos, sabedores de que cuanto tienen para entregar al mundo son hermosas canciones, esas que hablan sobre nuestros días sin maquillarlos ni simplificarlos. Aun conociendo la importancia que han adquirido todos estos años en la salvaguarda de los valores espirituales de la juventud cubana (¿nadie repara en la trascendencia de que los Buena Fe llenen los mismos estadios que repletan los reguetoneros, con el propósito de dialogar sobre la vida con belleza?), estos muchachos no se marean con el éxito y saben que el cable a tierra, siempre atento, la conexión trabada con la vida de la gente, con la Cuba ronca, con la Cuba profunda, son el verdadero secreto de su triunfo.
Me ha emocionado todos estos días la gentileza de Viengsay con el equipo de filmación y con las personas de las distintas instituciones. Viengsay conoce que tan difíciles como sus giros múltiples o sus balances son las mil historias que esa gente buena carga sobre sus espaldas, y, mujer inteligente al fin, observa todo el tiempo a los demás, aprende de los demás. Aun apremiados por el asedio, a veces atormentante, que impedía incluso el sereno curso del rodaje, los Buena Fe no dejaron de regalar una sonrisa y una frase cubanísima a cuanta admiradora o admirador se les acercó. Yo los veía y me sentía profundamente conmovido por la sencillez que, de siempre, ha sabido preservar el artista genuino.
El ego desmesurado, la megalomanía despectiva, la mirada por encima del hombro son, a fin de cuentas, cosas de ignorantes, de soberbios incultos, de reyes por un día. El artista verdadero sabe que si es relevante el arte, más importante es la gente, porque el único sentido del arte se ocupa de traducir y compartir las emociones de los demás; beber de ese mundo de tremendas historias que teje la gente supuestamente común cada día. Ellos han interiorizado que toda la gloria del mundo cabe, efectivamente, en un grano de maíz. La vileza del endiosamiento aparta al artista de los suyos y lo pierde en una dudosa elevación, en la mentira y la esterilidad. Ellos saben que cualquier presunción es tonta, dado que la vida es frágil y fugaz: la vida es una beca que dura seis meses y hay que tratar de que dure siete. ¿Cómo? Haciendo el bien, compartiendo los días de gloria, escuchando al Otro, advirtiendo que el Otro puede o debe tener razones mucho más interesantes que las nuestras para levantar una gran historia, un sentimiento especial.
Veía a estos jóvenes, tanto a los artistas como a sus admiradores, conversando con toda naturalidad, compartiendo experiencias, aprendiendo unos de otros, y todos de todos, y pensaba de veras que a veces, cuando somos presa del escepticismo y la desconfianza (razones tampoco son lo que falta), absolutizamos. La tan cacareada crisis de valores de la juventud cubana, como parte de esa otra crisis mayor, la del mundo, es algo que habría que matizar. Observar mucho, no generalizar, no perder la perspectiva nunca. Así como existen los muchachos desconcertados con un giro social que pareciera entronizar el paradigma material como garante de toda la vida, no son pocos los afanados en demostrar que nada es tan determinante en el mundo como un poquito de buena fe. Un trocito, un poquito de buena fe.