Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Momentos

Una confesión escrita con la claridad de quien ha corrido hacia lo imposible y la ternura de quien sabe que, al final, lo único que perdura es lo que se atreve a sentir y a contar

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Hay momentos de esos. Cuando la profesión y la vida se cruzan inesperadamente; cuando una vuelta revela el color de lo que siempre viste; cuando estás en un sitio que creíste imposible; cuando sientes que el fin se acerca sigiloso y sombrío.

Cuando terminé mis estudios de Periodismo, me envolvió una sensación extraña. Sentí que caía de la altura, de un rascacielos. Miré alrededor, a mis compañeros de tantas aventuras, a los cercanos y a los que llegaban de otros mundos, y supe de inmediato que a algunos no los vería más. Un frío glacial, un ardor tundió mi piel. Han sido muchos los caminos recorridos por unos y otros, pero los tengo atrapados aquí, con sus voces y rostros, siempre jóvenes.

Hay capítulos que se leen una y otra vez en el libro de la vida.

Libros. Estoy cercado por ellos, impulsado por ellos, halado por ellos. Desde el primero que mi madre puso en mis manos, con sus ilustraciones como llamas, hasta el último que ha emergido de mis propias entrañas, de mi gente. De los ires y venires, de la loma al mundo, y tantas viceversas. 

No sé cuántas  batallas pueda,  pero entretanto, sigo.

Batallas. No hay ninguna como la de todos los días. Hay silencios que son como misiles y palabras que son como trincheras. Hay pechos cual corazas. Tendrás que elegir cada vez si corres el horizonte, si te detienes. Cuidado donde lo haces, hay sillas peligrosas que te invitan a parar, canta Silvio. Ante tu propio asombro, te vuelves estratega y general, diseñando en el terreno, planeando el próximo paso, el siguiente viaje.

Viajes. Me vi una mañana frente a frente de la pirámide de Quetzalcóatl en la ciudad prehispánica de Teotihuacán, en México. Corrí, poseído, sin reparar en las alturas. Solo me frenó el cuerpo, la materialidad de carne y hueso y aire, la asfixia que sobrevino. La mente ya iba lejos, incrédula, disparada. Extendí mis manos, mi cuerpo, queriendo tocar las grandes cabezas del reptil, la piedra, la mítica
serpiente emplumada, la que había visto en tantas láminas y tantas historias. 

Los siglos se abalanzaron sobre mí. Lloré ante la inmensidad.

Lágrimas. Cuando se fue mi madre la quilla de mi barco se hundió en tierra. La muerte se asomaba en el jardín, en la ventana. ¿Dónde depositas el amor que se ha quedado trunco, la savia vital que no haya cuenco, el abrazo sin rémora? Hasta que un día, acrisolado por el sufrimiento, descubres que nuestros muertos queridos van con nosotros a todas partes, que nos sostienen en todos los intentos. 

Intento siempre con las palabras, es lo que tengo. No vivo de ellas, son esquivas, indomables, bravas. Vivo con ellas, grito con ellas, creo en ellas. Son mi voz, son mis ojos. Agradezco cada día a las que han decidido acompañar los momentos hermosos, irrepetibles, los diálogos profundos. Y, sobre todo, aquellas, libélulas pequeñas, que se te revelan, cuando estás a solas, sin engaños, contigo.

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