El 15 de febrero marca, en la República de Serbia, el Día del Estado, conmemoración del primer levantamiento popular contra el Imperio Otomano en 1804, fiesta nacional en un país que ha vivido transformaciones cruciales desde que a finales de los años ochenta, la República Socialista Federal de Yugoslavia comenzó su desmembramiento progresivo.
De aquella nación de naciones, en la que coexistían pacíficamente los pueblos croatas, montenegrinos, eslovenos, macedonios, serbios y bosnios, así como musulmanes, católicos y ortodoxos, queda solo el recuerdo.
En Belgrado, guardia de honor a la bandera por el Día Nacional. Foto: AP
Con el desplome del socialismo en Europa oriental, se reconoció muy rápidamente a aquellos que proclamaban la independencia unilateral, en violación del Acta de Helsinki, que estipulaba la intangibilidad de las fronteras hasta tanto no se llegara a un consenso entre todas las partes interesadas. La ilegalidad de la premura, en efecto, desembocó en guerras, la última de las cuales (en 1999) fue, bochornosamente, el espectáculo de los aviones de la OTAN bombardeando a diestra y siniestra el territorio serbio y destruyendo puentes, fábricas y estaciones de televisión, aterrorizando a civiles sin distinción de edades o responsabilidades.En 2003, Serbia y Montenegro —este último territorio terminó escindiéndose en junio de 2006— proclamaron un nuevo país, resultante de los pedazos en que quedó deshecha la Yugoslavia de posguerra durante la década de los noventa, y heredero de la antigua Federación ante las instancias internacionales.
Hoy, de los separatismos y de las cenizas del destrozo está resurgiendo la nueva Serbia, un Estado pacífico que demanda, además, se respete su integridad territorial, y no que se le extirpe toda una provincia, la sureña Kosovo, solo porque en ella son mayoría los albaneses.
De los pasos que den en los próximos días los poderosos de este mundo, avalando o rechazando un paso unilateral —de esos que suelen ser catastróficos, lo mismo en los Balcanes que en Medio Oriente— dependerá que el próximo año, por estos días, Serbia tenga más de qué celebrar que de lamentarse. Y con ella, todos los pueblos pequeños de este planeta.