Alguien preguntaría, en medio del «confusionismo mundial» —nada que ver con el venerable chino— cuál es el significado real de esa «demo», cuyo completamiento da a veces más «gracia» que «cracia».
Para colmo habría que averiguar si verdaderamente sirve para activar, reaccionar, agilizar, movilizar, precipitar, menear... y cuantos «ar» le concurran. Y sobre todo, en qué dirección lo hace.
La prueba más reciente la tuvimos los cubanos esta semana. El mayor cínico extraterritorial de la historia, pautando desde el Departamento de Estado yanqui nuestros nuevos «confines democráticos». El promotor mesiánico del más escandaloso gulag universal, «alarmado» por la persistencia de lo que llama nuestro «gulag tropical».
Mirando las muequillas de míster Bush en su insolente discurso se cae en la certeza de que la contienda más grande y riesgosa de la modernidad se escenifica en el turbio y movedizo significado de las palabras y no en las arenas desérticas del mundo árabe. Quienes aducen que la usurpación mayor que se pretende es de tierras, petróleo y agua están equivocados. La mayor expoliación, el más grave despojo que se pretende, es el de los símbolos. Saqueados estos, lo tendrían todo.
Por ello mientras algunos se centran por estos días en lo que dicen, cómo y por qué lo dicen, prefiero ajustarme más en lo que hacemos. Porque entre tanta confusión, desconcierto, barullo, solo los hechos, concretos, inapelables, son los que alcanzan, por su fuerza, la dimensión de un rayo, de un relámpago.
Esta vez, por ejemplo, «Baby» Bush llegó atrasado con su perorata interventora. El domingo anterior el espíritu ciudadano y la vocación democrática de los cubanos habían ofrecido un hecho sólido, incuestionable, a la vista de todo el que tuvo ojos para ver: acudió a las urnas en paz y tranquilidad más del 96 por ciento de los votantes para decidir los poderes locales.
Son esos hechos, palpables, palmarios, claros, patentes, los que han puesto a «míster Danger» muy nervioso, inquieto, iracundo; porque no ha podido cambiarlos pese a la persistencia y el arreciamiento de su bloqueo y su ensañamiento con esta Isla, a la que ve caminar hacia el infinito mientras empaca las maletas.
A Bush le arrebata el consenso que aprecia en Cuba contra todo pronóstico, e intenta encontrar lo que tanto necesita para cumplir sus pronósticos: fracturar por dentro para —como diría un centroamericano— venirse desde afuera. La cuenta es matemática: sin fractura no hay justificación, y sin justificación no hay invasión.
Seguir la ruta de los hechos es la única forma de despejar esa verdad, tan escamoteada en la batalla por los símbolos. Y de paso concentrarse en hacer, que es la mejor manera de decir, como también invoca el Apóstol.
El camino de esa lógica nos llevaría, junto con desenmascarar el espectáculo anexionista del presidente norteamericano, a empeñarnos en propiciar a las estructuras de poder en nuestras bases —como al resto— la funcionalidad y vigor indispensables.
Con ello, además de delirios al «inquilino universal», ofreceríamos más confianza, autoridad y fuerza a ese 96 por ciento de votantes que acudió a las urnas el pasado domingo. Ya sabemos —esto también es un hecho— que no lo hizo únicamente para validar el sistema que tiene, sino para apostar por el sistema que quiere. El que el país necesita.
La respuesta de Cuba a Bush —y a los que le sigan— debe avanzar por el trazado de Martí, quien refiriéndose a los que representan los poderes públicos les invalidó en su ejercicio la ignorancia y tibieza: «No se viene al logro fácil: se viene al examen de los males, a la proposición de los remedios, al estudio incesante, a la contemplación práctica de las actuales fuerzas de la patria y de la manera de guiarlas por camino de sólida prosperidad y de positiva y durable riqueza».
Encontrado ese camino poco podría cualquier maraña empañar la pureza cristalina de nuestros símbolos. Poco importa con qué poder se intente.