¿Qué resorte de la gente se movió? Nunca en la vida había recibido tanta retroalimentación en tan poco tiempo por un solo motivo: en 48 horas llegaron a nuestras computadoras 30 correos electrónicos de todos los rincones del país. Y desde el martes 30 de enero, cuando se publicó el Acuse de Recibo que provocara tal aluvión, los teléfonos de JR no han dejado de sonar.
El motivo fue la revelación en Acuse de Recibo de la carta de una profesora, que censuraba el haber reflejado en esa columna, días antes, la denuncia de un ciudadano acerca de las indisciplinas graves de un grupo de estudiantes escapados de una escuela de Santa Clara, en un ómnibus local de esa ciudad. Indisciplinas temerarias, sin límite y hasta peligrosas para sus propias vidas.
Es inevitable el antecedente para quienes no siguieron el caso: la profesora, no sin cierta pasión, se cuestionaba el hecho de publicar ese suceso en un medio que tiene alcance internacional (evidentemente, por su edición digital), y acusaba a este redactor de desvirtuar la política educacional de la Revolución, al tiempo que percibía falta de ética y profesionalidad en el periodista, a más de torvas pretensiones.
En la propia columna este redactor respondía, con el respeto adecuado, pero con los argumentos necesarios, tales imprecaciones. Reflexionaba en el carácter de la sección y en los transparentes móviles que siempre la animan (Para ilustrarse diríjase a la edición del 30 de enero de 2006).
Y he aquí que ahora me desborda la solidaridad unánime de tantos cubanos de todos los oficios y profesiones, incluidos profesores; de disímiles territorios y amplio espectro de edades. De distintas maneras, los remitentes defienden el derecho de abordar tales denuncias y otras similares en la prensa revolucionaria, como alertas para la reflexión pública y el mejoramiento de nuestra sociedad.
Pero sería de necios refocilarse en un sentimiento de victoria, como injusto sería arremeter con odio hacia una persona que, aun cuando no comulga con nuestro criterio, al menos tuvo el ejercicio de la honestidad para verter el suyo. Y al margen de sus acusaciones, me aferro a creer que lo hizo convencida de lo que proclamaba.
Lo más importante al final es la sustancia que animó esa polémica. La profesora no hizo más que expresar a su manera una concepción que ha prevalecido como tendencia en muchos estratos de la sociedad cubana. Es la de defender inmaculadamente los incuestionables logros de la Revolución, casi como un mandamiento genético y desasidos de la vida y la realidad. Defenderlos a ciegas y con orejeras. Y atrincherarse ante cualquier evidencia que se considere, en la subjetividad de cada cual, que niegue esos principios.
Esta sección ha sido escenario y víctima de tales escaramuzas, como lo ha sido la prensa cubana en general.
Ese pensamiento está muy cerca del dogma, y no ayuda a la Revolución Cubana en pleno año 2007, con todas las complejidades que se viven. Porque la batalla es de argumentos, y ellos no pueden esgrimirse desde un limbo, sino desde el análisis de las complejidades, que ilumina.
Y es que así, por mandamiento, no se ventilan los problemas, ni se detectan las desviaciones que el rico e impredecible curso de la vida puede dictarle a los más nobles propósitos y políticas en un momento determinado. Caramba, para qué entonces nos va a servir ese tesoro cognoscitivo de la dialéctica que nos legara ese sabio de las barbas y su leal amigo y colaborador.
La ceguera y la sordera no pueden ser nunca virtudes de los revolucionarios, porque nos pueden llevar a vivir en una mitología de paradigmas, y nos quitan la fuerza para detectar las malas hierbas, o los depredadores que están malogrando nuestras cosechas. Eso, en el mejor de los casos. Lo peor es cuando esas «minusvalías» cognoscitivas son intencionales, y se asientan en el burdo rasero de la simulación y la doble moral. Los que no quieren ver ni oír porque no les conviene; los que dicen que sí a todo porque les es más cómodo para ser aceptados por otros que también repiten que sí, aunque estén viendo que algo está mal, y no son capaces ni de resolverlo, ni de al menos alertar, para concluir en el silencio, la más artera de las profesiones.
Quizá muchos no comprendieron la profunda advertencia de Fidel, cuando proclamó que la Revolución podía ser reversible a partir de su desarticulación interna. Y esas cegueras son imperdonables. Como también las que no vislumbran el hondo horizonte que preside ese pensamiento suyo: «Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado...».
La Revolución Cubana no puede tener miedo al qué dirán de un vecino malicioso al cual ya ha enfrentado con valor. Ella se defiende ante la Historia con sus propias obras y principios. Le sobran argumentos esenciales. Pero necesita ventilar esos argumentos en el diario que a diario con el concurso de todos, y corregir la mira constantemente con el corazón en la mano. Olerlo y palparlo todo, hasta el salvajismo de un grupo de estudiantes sobre el techo de una guagua.