En esta columna hace falta habitualmente una palanca para impulsar el tema: una duda, una pregunta, una carta... Hoy un refrán llega en mi ayuda. Y no es desdeñable ese apoyo, porque los refranes componen el envase popular del conocimiento sobre las relaciones humanas. Son como cápsulas de sabiduría, o experiencia encapsulada. Bueno, hasta aquí lo sabido. El refrán que elijo afirma que «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». O de buenos esfuerzos, sugeriría yo.
De modo que ya podemos ver cómo puedo retomar recientes reflexiones sobre la calidad, partiendo de esa frase que ha venido a justificar muchos actos fallidos. Hago mi mejor esfuerzo, decimos cuando alguien nos reprocha lo endeble de nuestro trabajo, o los escasos o pobres resultados que se derivan de nuestros actos.
Hace dos o tres años, escribía sobre la emulación socialista y me referí a que era práctica común, en ciertos centros laborales, exaltar las buenas intenciones del que se quedaba corto. En un certamen literario, añadía aproximadamente entonces, no se premia al libro con más páginas, sino el mejor escrito. En la carrera de los cien metros, gana el que llega primero a la meta, no el que llegó último con la lengua afuera. Y, a propósito, el difunto doctor Mazorra, especialista en medicina deportiva y corredor en su juventud, realizó la carrera de velocidad más lenta en unas Olimpiadas: llegó último en una sola pierna. Se había lastimado al arrancar y no salió de la pista; siguió y terminó «a la cojita». Pero él lo contaba como una evidencia de su espíritu competitivo; en cambio, de su «récord negativo» en Helsinki no quería oír hablar.
Parece, en suma, que no todos somos tan leales a la verdad y la eficacia. Y aspiramos a que solo nuestro esfuerzo se reconozca. O, incluso, pedimos a otros que se contenten con el esfuerzo, aunque los problemas sigan vigentes. Quién no ve claro que solo se avanza si los esfuerzos se resuelven en obras, en soluciones y las promesas de un día alcanzan su dimensión concreta.
Digamos nuevamente, pues, que la calidad en cualquier aspecto de la vida, es un método, una filosofía de acción. Cuanto se hace o se fabrica y no resulta, no sirve. Es pura chatarra. O cáscara de caña. Recordemos aquellos años de las industrias locales. Cuántos millones de pesos producidos venían triunfalmente en informes y arengas. Pero, por lo general esos valores permanecían en las tiendas o los almacenes sin que nadie los comprara, por una razón evidente: carecían de calidad, no solo en su confección, sino en el uso: nadie —digo un tanto exageradamente— sabía para qué podían utilizarse aquellos artículos.
La sociedad no puede seguir cayendo en esa trampa. Parecemos como un camión atascado que acelera sobre el barro y no se mueve. Seamos sinceros con nosotros mismos. La calidad es todavía una deuda. Y uno, como ciudadano politizado, comprende ciertas insuficiencias o deficiencias. Otras, sin embargo, no las comprende. Cómo entender, por ejemplo, que en los CUPET no haya agua destilada ni para los acumuladores que se compran allí mismo. Tengo más ejemplos. Pero no más espacio... a pesar de mi esfuerzo.