Aquí no se rinde nadie Autor: Osval Publicado: 31/10/2020 | 07:52 pm
Hace poco más de dos años mi carrera reporteril me llevó a conocer la ciudad de Nueva York. De aquella experiencia escribí que el corazón de la urbe puede hacer pensar en el frío y alucinante mecanismo de un reloj; tal vez así sea, expresé entonces, por los edificios acristalados y oscuros que se estiran abrumadoramente al cielo; o por la piedra sobria, con dureza de eternidad, con la que se han forrado múltiples fachadas.
En aquel escenario de aceras anchísimas vi lo que José Martí describió como alfombra de cabezas: cientos de habitantes avanzando, en la hora del almuerzo, y dejando atrás la modorra de las oficinas. «¿Hacia dónde van tan veloces, sin saludar o guiñar un ojo?», me preguntaba desde el alma tibia y romántica de una isleña al sur de toda aquella vorágine.
Una pregunta más profunda y punzante, sin embargo, me llenaba de inquietud estando en un país donde cada estado, de tan vasto y como me decía un periodista amigo, es también un país. Mientras miraba obras levantadas por seres a todas luces intensos, muy resueltos y dominantes —donde como también reflexionó nuestro Martí dejaron sus vidas muchos constructores—, era imposible no pensar: ¿cómo mi Isla, donde sus hijos son amantes de la vida, que solo soñó con ser ella y tener destino propio desde que tuvo uso de razón, puede ser tratada como la gran amenaza, como el enemigo que no merece ni un adarme de bienestar?
En su intervención este 26 de octubre último, durante la ceremonia virtual de inauguración del 38vo. Período de Sesiones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, expresaba: «Imposible obviar en este escenario nuestra denuncia al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por el Gobierno de Estados Unidos, que se ha recrudecido brutalmente en los dos últimos años, incluso en tiempos de la pandemia de la COVID-19».
Denunció el dignatario que el «componente esencial de la política estadounidense de hostilidad contra Cuba busca causar daños a la nación en su conjunto con el ánimo de obtener concesiones políticas y provocar caos»; y recordó que «la escalada oportunista del criminal asedio, tal como ha reconocido la actual administración norteamericana, se dirige a estrangular totalmente nuestro comercio, el acceso a los combustibles y a las divisas, y refuerza su condición de impedimento real para el desarrollo nacional».
Con toda justeza el Jefe de Estado calificó esa política como acto de «crueldad extrema, de barbarie humana: en breve, la familia cubana será privada de recibir remesas desde la nación donde reside el mayor grupo de sus emigrados». El bloqueo, como subrayó Díaz-Canel, «califica como genocidio y constituye una violación flagrante, masiva y sistemática de los derechos humanos de nuestro pueblo, pero no nos alejará, ni un milímetro, de nuestros programas de desarrollo».
El cerco que Cuba sufre hace mucho tiempo y que Estados Unidos convirtió en ley en los 90 del siglo XX —años muy difíciles para la Isla a raíz de la caída del Muro de Berlín— tiene como propósitos, según memorando del Gobierno estadounidense de abril de 1960, «provocar el desengaño y el desaliento mediante la insatisfacción económica y la penuria (…) debilitar la vida económica negándole a Cuba dinero y suministros con el fin de reducir los salarios nominales y reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno».
«Cambio de régimen», en tales términos, y en otros que los cubanos de bien no digerimos, define su meta un enemigo muy rígido, incapaz de cambiar sus métodos de presión porque es incapaz, en primer lugar, de cambiarse a sí mismo, de transformar su naturaleza fría y rapaz. Es un enemigo que prefiere llenarse en enmiendas y laberintos legales antes que evolucionar hacia un entendimiento más humano, primeramente con sus propios hijos, y después con nosotros. Tal tozudez explica que, a pesar de lo inviable de lo planteado en el memorando, todavía se persista en una conducta fallida ante una Cuba que, respeto mediante como condición irreductible, ha expresado sin miedos su voluntad de tender puentes.
Para mí, como para mis coterráneos, el bloqueo no es abstracción. Nací cuando él hacía la vida difícil a mis padres. Y supe desde que tenía uso de razón que Cuba no estaba llamada a tener reposo. La niña que fui asoció desde un principio el bloqueo con otra maldita palabra: imperialismo. Entonces imaginaba que el país iba a detenerse en cualquier momento por falta de respiración, así como un pez colapsa. La parálisis, la que siguen anunciando, no llegó. Y yo sentía la crueldad del acoso en cada beneficio ausente, en cada añoranza por algo material que un mal día había desaparecido y que los abuelos evocaban nostálgicos.
En el peor de los instantes nos quedamos solos y un apagón múltiple y general apenas permitía ver el brillo de nuestros dientes asomados en una terca sonrisa. De entonces a esta fecha hemos seguido bregando, casi siempre al borde de los abismos. Y a pesar de todo, a pesar de tanto dolor, quienes han apostado por nuestra parálisis se siguen quedando con las ganas. ¿Por qué?
La respuesta se remonta al triunfo revolucionario e incluso más atrás, a horas luminosas en las cuales la nación se encontraba a sí misma. Está en el factor humano —el pueblo que se debe a sí mismo un monumento—; está en algo no corpóreo que llamamos principios; en la esperanza que corrió por las calles, junto con los rebeldes triunfantes, y que como agua buena limpió la enferma autoestima de todos.
La respuesta está en que vivir vida propia —algo que en 1959 quedó planteado como posibilidad real— era punto de no retorno, conquista cuyo valor fue aprehendido por millones de seres humanos en la brevedad de un chasquido de dedos, algo que los patriotas no estaban ni están dispuestos a negociar. A pesar de su claridad y hondura, la respuesta nunca fue entendida por los hacedores del memorando macabro. Ellos son los derrotados que, sin que cueste trabajo descubrirlo, son los mismos derrotados de ahora.