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El polvo que hay en la estatua

Un pedestal presenta al padre: «Nació en Caracas el 24 de julio de 1783, murió en Santa Marta de Colombia, el 17 de diciembre de 1830…». Lo demás lo dijo su espada

Autor:

Enrique Milanés León

Caracas.— Igual que el día de agosto de 1813 en que Simón Bolívar llegó hecho laurel a Caracas al cierre de su Campaña Admirable, un Libertador de bronce levantó en vítores todas las almas de su ciudad natal el sábado 7 de noviembre de 1874, cuando fue inaugurada la estatua aún venerada por los hijos de la independencia: las campanas se negaban a callar, incluso bajo el recio carraspeo de 21 cañonazos. A tal cota llegaba el entusiasmo que, en la noche, fueron empleados por primera vez aparatos eléctricos para iluminar la plaza.

Así como el héroe, la obra tiene su historia. Fue embarcada desde Alemania en el navío danés Thora, con la idea de inaugurarla el 28 de octubre, Día de San Simón, pero tal pareciera que, para ser fiel reflejo del prócer al que recordaba, la pieza debía probarse, también, como «estatua de las dificultades». El infortunio hizo que el 9 de octubre el barco encallara en el archipiélago de Los Roques y ello dilató la espera hasta que, al fin, la goleta Cisne bajó en el puerto de La Guaira el tesoro en 15 cajas.

Con aquella gloria en piezas venía a bordo el profesor de la Real Academia de Artes e Industrias de Munich Federico Müller, cuyo padre Ferdinand —que fundió en esa urbe la estatua creada, en parecido relevo, por la dinastía de arquitectos Tadolini— le encargó dirigir el montaje en Venezuela.

El presidente Antonio Guzmán Blanco, el mismo que, casi siete años después, tendría el conocido desencuentro con Martí que provocó la marcha del cubano, fue tajante en su decreto: tanto la estatua como su pedestal serían de proporciones monumentales, orden plenamente satisfecha por la obra.

Como cumbre andina, a cuatro metros de altura, Bolívar domina un caballo encabritado que parece presto a cabalgar. El general viste galas militares: charreteras, faja, fina capa y botas altas, con la espada envainada en el muslo izquierdo mientras saluda al pueblo con el sombrero bicornio en la mano derecha. Se admira el conjunto con el temor de un repentino arranque equino. ¡Bendita la estatua ecuestre que no deja de trotar!

Un pedestal negro de piedra sienita de tres metros y medio de altura, hecho por la firma alemana de E. Ackermann, de Weissenstandt, Baviera, sostiene la obra y presenta al padre americano: «Nació en Caracas el 24 de julio de 1783, murió en Santa Marta de Colombia, el 17 de diciembre de 1830. Sus restos fueron trasladados a Caracas el 17 de diciembre de 1842». Al viajero le basta con eso; lo demás, lo dijo su espada.

Pese a que la siembra en la cuna de El Libertador le concede a esta obra toda la valía de lo auténtico, la estatua de Caracas, realizada por el escultor italiano Escipión Tadolini, es realmente un segundo ejemplar del molde del padre de este: Adamo Tadolini, quien firmó la pieza original, emplazada en la limeña Plaza del Congreso y también llevada al bronce en la muniquesa Fundición Von Müller.

El monumento peruano había sido establecido el 9 de diciembre de 1859, casi 15 años antes que el caraqueño, y su develación fue otro gran suceso, salpicado apenas por la anécdota de que, en plena ceremonia, alguien se dio cuenta de que el viejo maestro Tadolini olvidó «ponerle» la cincha al corcel. Hasta el arte pareciera imponer pruebas al guerrero incansable que, sin caerse en su galope americano, todavía desenreda laberintos.   

Una tercera copia de la obra, inaugurada en 1984, recuerda los valores de la independencia nada menos que en la Plaza Naciones Unidas, en San Francisco, California.

Sigamos en Caracas: la escultura de El Libertador, declarada Monumento conmemorativo en febrero de 1959, encierra además la primera cápsula del tiempo venezolana. Durante su montaje fueron colocados dentro de su pedestal monedas de plata, una copia del Acta de independencia y otra del primer censo de la República, de 1873; tomos de varias constituciones venezolanas, una medalla con el busto de Bolívar, la colección Historia y geografía de Venezuela, y ejemplares de periódicos como La Opinión Nacional, El Diario de Avisos y La Gaceta Oficial, entre otros valiosos testimonios de la época.

Esas piezas del patrimonio venezolano estaban ahí dentro el 21 de enero de 1881 y sintieron el palpitar del viajero de solo 27 años que llegó de repente al anochecer; todas ellas presenciaron la emoción del que «… solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo…»; todas escucharon el inicio del diálogo de siglos entre los dos pequeños titanes y decidieron que ese cofre de tiempo en el corazón de Nuestra América no estaría completo si no añadía el honroso «polvo del camino» que un cubano dejó allí en la perenne custodia de Bolívar.

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