Respetar las individualidades de cada persona dentro de la pareja es condición indispensable a la hora de establecer una convivencia, sea o no bajo el mismo techo
Quizá nunca podamos entender totalmente a alguien y menos a los más queridos, pero podemos amarlos totalmente.
Efraim Medina
En una relación de pareja hay tres vidas: la de uno, la del otro y la que se tiene en común. Respetar esos territorios es condición indispensable a la hora de establecer una convivencia, sea o no bajo el mismo techo, o al menos así lo ven quienes promueven relaciones amorosas más democráticas y equitativas en este siglo de cambios.
Entre los dos polos analizados en la página del sábado anterior (el tradicional vínculo cerrado y la polémica pareja abierta), hoy se construye paulatinamente un modelo intermedio que, con muchos matices y sin tocar extremos, propicia el crecimiento personal y acata reglas que no suelen ser impuestas convencionalmente, sino negociadas y aceptadas por ambos.
Según investigaciones realizadas en el último decenio (consultadas en la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana), este estilo de relación, también conocida como transicional o interdependiente, parece ser el favorito de muchas parejas en nuestro país, las cuales combinan de manera equilibrada la seguridad afectiva que aporta el romance tradicional y el sentido de libertad individual de la época contemporánea.
A su favor votan personas que desean conservar su identidad personal, su autonomía y disfrutar de otros espacios fuera de la pareja (amistades, ocio, deportes, trabajo…), pero que también se entregan al amor y dedican tiempo a la vida en común para satisfacer necesidades y objetivos compartidos.
Una pareja así respeta las diferencias: ni se promueven las relaciones de poder o competencia ni sus miembros se pertenecen o controlan. De hecho cada quien toma decisiones en las cosas que le incumben como individuo y comparte en igualdad de derechos las que afectan a ambos.
Para vivir un buen amor se necesita cierta dosis de fusión y proximidad —sin llegar a ahogarnos—, pero también ayuda contar con un espacio psicológico individual carente de egoísmo, donde primen el respeto y la tolerancia.
Aún sin estar conscientes de estas clasificaciones, pues estas son más para la academia que para la vida, muchas personas procuran hoy esa transicionalidad en una relación que casi siempre salva el pacto de exclusividad erótica y afectiva típico del modelo tradicional, pero introduce mayor equilibrio entre el espacio personal y el común.
La pareja intermedia establece límites claros —unas veces rígidos, otras permeables—, tanto hacia su interior como con el mundo externo (entiéndase familia, amistades, ámbito laboral y comunitario…) que reflejan tanto la personalidad de ambos como la cultura imperante, lo cual condiciona el tipo de relación deseada y el construido en la práctica.
Es curioso ver cómo experiencias amorosas anteriores ayudan a redefinir esos límites: tal vez con la nueva pareja se exploren puntos de contacto que se negaban a la anterior… O viceversa, a la nueva relación se le bloqueen hábitos, temas de conversación y hasta expresiones sentimentales que antes formaban parte del repertorio amoroso personal.
Mientras florece esa libertad con límites, ciertos valores tradicionales coexisten con otros nuevos en un estilo de vida no exento de vicisitudes y colisiones, pues a veces las personas perciben de modo confuso sus identidades o entran en conflicto consigo mismas y con los que les rodean en ese viaje a contracultura, estima la doctora Lourdes Fernández, profesora de la citada Facultad.
Otros expertos han contribuido a dibujar este modelo como una totalidad organizada, dinámica, cimentada según el arte personal de cada miembro de la pareja, lo cual lleva a otro requisito: el deber de conocernos y aceptarnos como somos, pues difícilmente se llega a amar lo que no se conoce.
Claro que cada relación es irrepetible y sus miembros deben buscar su propia forma de interactuar sin aferrarse a patrones, estereotipos o esquemas preestablecidos. Lo importante es construir vínculos saludables para vivir el amor en estrecha relación con la madurez emocional y el amor propio, lo que demanda de los sujetos mayor desarrollo de la personalidad y más habilidades comunicativas que garanticen la estabilidad y satisfacción.
En esa búsqueda sobrevivirán aquellos capaces de andar a la par y adaptarse a los cambios que se avecinan, tanto en el interior de la pareja como en el mundo que la rodea, y es a través de esa vida en común que se aprende a crecer para la relación; es en ese espacio donde se da la posibilidad de destruirnos o edificarnos, de madurar y solucionar los conflictos (con o sin la ayuda del otro), para alcanzar la meta más elevada del ser humano: el amor.
¿Y acaso fuimos educados para eso? ¿Recibimos de la familia, la comunidad, la escuela, los medios de comunicación masiva… los mejores ejemplos para configurar relaciones románticas saludables? ¿Estamos hoy fomentando esas habilidades comunicativas y recursos de personalidad para establecer vínculos satisfactorios y duraderos?
De eso queremos hablar en Sexo Sentido a lo largo de este año, y ya invitamos a todo el que quiera aportar al debate sus ideas, críticas y sugerencias, tal como ocurre en nuestro espacio digital desde el año pasado.
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