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Quince años para la Riso

La iniciativa de Fidel, destinada en sus inicios a facilitar la posibilidad de publicación a escritores inéditos, ha ido más allá de su finalidad

Autor:

Roberto Méndez Martínez

El Sistema de Ediciones Territoriales ha cumplido tres lustros de fundado. Una iniciativa de Fidel, destinada en sus inicios a facilitar la posibilidad de publicación a escritores inéditos, ha ido más allá de su finalidad —para decirlo con términos gratos a Lezama— y puede exhibir hoy resultados encomiables.

Cualquier mediano conocedor de nuestra historia cultural sabe que, a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX, las imprentas de diversos puntos del país dieron a la luz libros y folletos de calidad desigual, pero imprescindibles hoy para conocer nuestra evolución literaria. Era una labor editorial espontánea, rústica y dispersa, destinada a un consumo de élite. La decisión revolucionaria de fundar la Imprenta Nacional revirtió el signo: fue necesario concentrar esfuerzos y la publicación de libros salió del ámbito local para convertirse en una cuestión nacional.

En algunos puntos de la Isla (Matanzas, Camagüey, Santiago de Cuba) siguieron editándose algunos libros. Era una labor artesanal, casi siempre en pequeñas imprentas con más de medio siglo de existencia y muchísimas carencias. Se hacían pequeñas tiradas que generalmente no iban a la red de librerías. Hoy sabemos de tales libros porque algunos ejemplares sobrevivieron en las bibliotecas provinciales o en colecciones privadas.

La llegada de la tecnología Risograph —que pronto se convirtió para editores y escritores en la familiar Riso— dotó de una tecnología básica a las editoriales provinciales. De la improvisación y el sigilo se pasó a la labor sistemática y planificada. Los territorios recuperaron el orgullo de manufacturar la labor de sus autores, y los escritores, especialmente los más jóvenes, encontraron un espacio en el que realizar sus proyectos sin necesidad de emprender un azaroso viaje a la capital y enfrentarse a editores desconocidos y quizá temibles.

Puedo dar fe del impacto cultural que tuvo la presentación de los primeros títulos producidos el 21 de agosto de 2000 en todo el país. Yo no quise estar ausente de tal suceso y aunque no era un autor inédito a esas alturas, entregué mi Cuaderno de Aliosha a la Editorial Ácana, de Camagüey. Debí resistir al principio el escepticismo de algunos colegas que decían no entender por qué me mezclaba con un proyecto que era para «principiantes» y «provincianos» y, después de aparecido el libro, otros muchos se burlaron de aquel librito «tan feo» nacido de la inexperiencia de quienes lo produjeron, siempre con el temor de romper la máquina nueva o de incumplir el flamante plan. Confieso que yo, sencillamente, asistí a una de las presentaciones de libro más emocionantes de mi vida y contemplé el Cuaderno... como a un hijo recién nacido y lo vi hermoso.

Solo la práctica editorial vino a solucionar algunos de los problemas iniciales. Se demostró que los planes en los que se daba participación proporcional a los autores de los distintos municipios de una provincia lindaban con la utopía. El talento no se reparte de manera planificada y el azar hace que en un sitio haya cinco poetas y ningún narrador y hay etapas en los que una porción de tierra parece sencillamente baldía de escritores mientras otra tiene pródigas cosechas. Durante unos pocos años el esfuerzo se concentró en lograr que ningún talento local permaneciera inédito, pero cuando el trabajo se estabilizó, autores más conocidos se entusiasmaron con el sistema y comenzaron a reclamar espacio en él. Hoy varias de esas editoriales pueden mostrar catálogos donde los creadores noveles de la región se codean con premios nacionales de Literatura y autores cuya obra tiene una apreciable difusión internacional.

Una dificultad no totalmente vencida por estas editoriales está relacionada con la apariencia poco atractiva de algunas producciones. Los que frecuentamos las librerías conocemos de ese rincón donde amontonan, muchas veces sin orden ni concierto, las ediciones territoriales, destinadas a acumular polvo, porque solo unos pocos de sus títulos son realmente buscados por los lectores. Desde hace un tiempo se ha experimentado que lo más adecuado es imprimir las cubiertas de los libros en un taller poligráfico, lo que otorga más empaque y colorido al volumen, pero junto a esto debe haber soluciones de diseño más originales para cada título y evitar ese monótono «sello de familia» de algunas colecciones que sugiere la pesadilla de que todos los libros de un estante son el mismo.

El otro problema cardinal es la deficiente promoción y distribución de los títulos, más allá de la provincia que los dio a la luz. Faltan estrategias para dar a conocer obras y autores, diseñar promociones en los medios de comunicación, estimular la labor crítica, utilizar las ferias del libro como espacio privilegiado para mostrar lo creado. Pero estas cuestiones no son privativas de las ediciones territoriales, si acaso, ellas padecen con más gravedad un mal atribuible a todo el mundo editorial cubano.

Estos 15 años no solo han justificado la iniciativa de la Riso, sino que han ofrecido resultados inesperados. Si bien han visto la luz muchísimos libros de poesía y narrativa, entre los cuales hay títulos muy apreciables, también es preciso recordar la publicación de ensayos de tema histórico que han enriquecido el conocimiento de lo local y contribuido a esclarecer ciertas lagunas en la historia nacional, sin olvidar algunos textos relacionados con la sociología, la psicología y hasta la medicina, que han tenido una notable acogida entre los lectores. Si al principio las editoriales iban tras los autores inéditos para privarlos de esa dolorosa condición, tengo la impresión de que la existencia misma de tales impresores ha motivado la escritura de libros en los que se comunican testimonios de vida, resultados científicos o experiencias creativas que de otro modo hubieran permanecido en el silencio. En ese sentido, la Riso no ha sido solo reproductora de textos sino creadora de cultura.

A lo largo de estos años mi auténtica adicción a publicar algunos de mis libros en este sistema —díganlo Ácana, Matanzas, Capiro, Sed de Belleza, Extramuros— me ha convencido de que tal labor no corresponde a una cuestión coyuntural sino a un auténtico reclamo social. Si crear la Imprenta Nacional en 1959 y prolongar su fuerza y alcance en la Editora Nacional en 1962 fue colocar hitos en la evolución del libro en Cuba, el nacimiento del Sistema de Ediciones Territoriales, justo en el alba de un nuevo siglo, constituyó otro paso necesario y, desde luego, irreversible.

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