A 160 años de su natalicio, José Martí sorprende cada día con su palabra infinita
El cubano de hoy siente que lo sabe todo de José Martí: hemos crecido a la sombra de su legado gracias al influjo de la escuela primaria, los medios de comunicación masiva y la tradición oral. Su pensamiento nos llega casi siempre fragmentado, ajeno a su contexto, como axioma infalible. Todo esto ha ido generando una especie de saturación, que hace exclamar a muchos incautos: «¡¿Otra vez Martí?!».
Sí. Otra vez Martí. Y muchas otras veces, y la saciedad nunca se habrá alcanzado. Incluso los que nos dedicamos de manera sistemática al estudio de su obra, compartamos o no cada uno de sus principios, nos sorprendemos cada día ante su palabra infinita. Un verbo proteico, que se erige con firmeza singular y hermosura indudable en el documento íntimo, la crónica periodística, el discurso patriótico, el verso amoroso, el cuento para niños o la proclama política. Un pensamiento que abarca, en su extensión e intención, a la Isla querida y sus vasos comunicantes con la gran patria americana, la metrópoli norteña, el viejo continente, y los pueblos más humildes y aparentemente distantes de nuestro entorno.
Cuando Gabriela Mistral definía al mayor de los cubanos como «el hombre más puro de la raza», aludía a su vínculo con la hispanidad, de la que él mismo se reconocía como hijo. Hacia ella conservaba, para seguir parafraseando a la chilena, la lealtad del idioma, a pesar de ser un insurrecto en lo político. Pero no nos llamemos a engaño. La insularidad martiana trasciende también de otra manera: desde la encrucijada de su exilio neoyorquino servía y amaba a su patria de cerca, todo lo cerca que le era posible; mas en esa atalaya privilegiada oteaba los vientos que iban y venían sobre y de la Madre América, y tomaba el pulso a la época en su calidad de hombre —puente, apremiado a engarzar la aldea con la gran urbe, lo local con lo universal, y a hallar el equilibrio entre ambos polos.
Durante casi tres lustros, ejerció un periodismo vertiginoso, renovador, que rompió con los cánones al uso y produjo una eclosión lingüística sin precedentes en español. Tal era la fuerza de su estro, que aun cuando erigía sus crónicas a partir del reciclaje de textos en inglés, el proceso simultáneo de traducción y reescritura desataba un caudal incontenible de imágenes poéticas. Incluso donde es posible rastrear el texto fuente, tomado de la prensa estadounidense, asombra descubrir que tras ese esplendor modernista, concretado en la mejor prosa española del siglo XIX, subyacen operaciones culturales que vinculan a nuestras raíces con otras zonas de la creación universal, acrecidas en ese intercambio insólito.
Ese periodismo no era solo lujo de la creación verbal. Fue, sobre todo, el resultado de su voluntad de servicio, de su labor de mediación cultural entre las dos Américas, o mejor, entre norte y sur, entre modernidad hegemónica y territorios subalternos, llamados a insertarse en la dinámica de las relaciones de poder que planteaba la época.
Si se rastrean en su obra tales preocupaciones, sobrarían las referencias. Su medular ensayo Nuestra América, publicado en La Revista Ilustrada, de Nueva York, el 1ro. de enero de 1891, es la más sintética y acabada expresión de sus preocupaciones al respecto, pero me gustaría detenerme en otras zonas menos exploradas de su obra.
En un artículo también llamado Nuestra América, y postergado en bien de su homónimo, publicado el 27 de septiembre de 1889 en El Partido Liberal, de México, adelantaba muchas de estas inquietudes. Declaraba entonces, con certeza visionaria, urgido por su vocación americana y cosmopolita al mismo tiempo: «Algo en América manda que despierte, y no duerma, el alma del país. Hay que andar con el mundo y que temer al mundo. Negársele, es provocarlo».
Ese interés por lo que ocurría en todas partes hallaba vehículo propicio en su vocación de editor y su ejercicio periodístico. Desde su primera juventud en Cuba, y luego en su errar por otras tierras, siempre se propuso fundar órganos de prensa. En un proyecto no materializado, La Revista Guatemalteca (1878), de la que solo quedó un prospecto y dos artículos, se planteaba «[…] Guatemala ante los ojos; y Europa en la mano».
Esa amplitud de miras no lo abandonaría jamás y se iría perfilando y profundizando en los años sucesivos. Así le dice, en 1888, a su amigo uruguayo Enrique Estrázulas: «¿Sabe que ando dándole vueltas a la idea, después de dieciocho años de meditarla, de publicar aquí una revista mensual, El Mes, o cosa así, toda escrita de mi mano, y completa en cada número, que venga a ser como la historia corriente, y resumen a la vez expedito y crítico, de todo lo culminante y esencial, en política alta, teatro, movimiento de pueblos, ciencias contemporáneas, libros, que pase acá y allá, y dondequiera que de veras viva el mundo? […]».
Obsérvese, en las líneas cursivas, que rebasa las relaciones entre nuestras repúblicas y el «gigante de las siete leguas», y enaltece todo lo interesante dondequiera que tenga lugar. Es significativo este modo de apreciar las relaciones entre los centros de poder y las zonas periféricas, no usual en la intelectualidad latinoamericana de entonces, mayoritariamente deslumbrada ante lo europeo o lo norteamericano, pero desconocedora de sus propias esencias, por no hablar ya de espacios distantes geográfica y culturalmente como Asia o África, de los que se tenía, en el mejor de los casos, una visión exótica cuando no la ignorancia más absoluta. Resulta proverbial la audacia de ese sueño editorial no realizado, y da fe de la dimensión ecuménica del Apóstol.
Cuando emprendió la publicación de La Edad de Oro no había abandonado estos intereses. Una mirada somera a la revista demuestra que lo americano aparece siempre aparejado a lo universal. Así, su artículo Tres héroes, dedicado a los forjadores de nuestra independencia, se avecina en el primer número con La Ilíada de Homero, como La historia del hombre contada por sus casas coexiste con Las ruinas indias en el segundo. Algo similar ocurre en el tercero con La exposición de París y El Padre las Casas, mientras en el cuarto y último la mirada se desplaza primero a Asia, pues se abre con Un paseo por la tierra de los anamitas y más adelante se dirige a África, con Cuentos de elefantes.
Tema tan apasionante merece un examen mucho más detenido. Solo he querido esbozarlo y mover a la reflexión, ahora que celebramos el aniversario 160 de su natalicio, pues Martí no es solo patrimonio de Cuba, sino de la humanidad, aunque vivió anclado a su Isla hasta dar la vida por ella. Coincido, entonces, con el profesor y filósofo mexicano Adalberto Santana, a quien escuché decir en el Coloquio José Martí: pensamiento y acción, celebrado en diciembre de 2007, en la ciudad de Morelia: «José Martí no es el más universal de todos los cubanos: es el más universal de todos los latinoamericanos».