El libro Autógrafos cubanos, de Miguel Barnet, está a nuestro alcance en las librerías del país
Hay libros que se venden como pan caliente. Suelen realizarse varias reediciones y siempre se agotan. Hay autores que no pasan de moda. Siempre que producen un libro este dura poco en librerías. Miguel Barnet conoce esas sensaciones, ha vivido toda su existencia por y para la literatura. Desde los tiempos en que Esteban Montejo quiso abrir para él todos sus recuerdos de esclavo, mambí y cimarrón, el lector ha estado a la caza de lo que produce este poeta, narrador y etnólogo.
A lo mejor por esa circunstancia es que Autógrafos cubanos se ha reeditado tres veces y cada vez es más apetecido. Barnet lo sabe y por eso lo retoca, lo mejora. Conoce a la perfección al lector cubano. Se ha producido con este libro lo que cualquier autor y lector desea; se ha establecido la comunicación. Eso hace que la distancia entre el emisor, y los numerosos y variables receptores, se acorte. Al lector, esa entidad sabia para quien trabaja el escritor, siempre le ha gustado ir al seguro.
¿Qué tiene este libro para resultar tan apetecido? A criterio de este comentarista, son varias sus virtudes. Entre otras podemos contar la multiplicidad de temas. El libro deviene en una sala expositiva donde coexisten textos disímiles amalgamados desde una línea central precisa. Esto obviamente posibilita pasar de un tópico u otro sin percibir rupturas o dicotomías. La edición que tengo en mis manos (2009), consta de cinco galerías, desde donde se puede acceder a universos como las tradiciones, la música, la danza, las mejores letras cubanas y la plástica.
Un recorrido por el primero de estos recintos nos invita a adentrarnos en la vigencia de los estudios antropológicos, la ruta del esclavo; la rumba, recién declarada Patrimonio Inmaterial cubano; Yemayá, el carnaval y su pregón, La Habana, la identidad asociada a la insularidad, etc. Todavía sin recuperarnos de tanto buen gusto pasamos a la sala dedicada a los encuentros del autor con la impronta de Heredia, París, un Congreso de Escritores, el arte, entre otros.
El espacio dedicado a las letras del Olimpo cubano es, sin duda alguna, uno de los mejores acercamientos, desde la profundidad y el desenfado, a la crema y nata de la literatura nacional, es decir, Guillén, Fernando Ortiz, Dulce María Loynaz; el camagüeyano-parisino, pero más que todo cubano Severo Sarduy; Nancy Morejón, un elogio a la novela Fiebre de invierno, de Marilyn Bobes, el necesario y desafortunadamente poco conocido Calvert Casey, Retamar y muchos más. Pero aquí no acaba todo, pues en la sección de música, de este libro-museo, Rita se da la mano con Silvio, Esther Borja se deleita con Barbarito, y el Bola, que no podía faltar, le hace un guiño a Pablito Milanés en lo que este conversa con la Fornés.
Para nadie es un secreto que el Ballet Nacional de Cuba y el Conjunto Folclórico Nacional son potencialidades de la danza cubana; Barnet los dibuja y nos lo devuelve desde jugosos comentarios sobre las Cuatro Joyas, la huella de Viengsay, el temperamento de la eterna Nieves Fresneda, la fuerza de Carlos Acosta, y Alicia, siempre Alicia.
La última galería: color, textura, trazos, paletadas, pinceles, soportes. Es una sala de grandes dimensiones, de no ser así sería imposible curar esta exposición. Miguel Barnet logra lo que casi nunca ocurre en la vida real. Dadivoso nos regala la dicha de poder apreciar, a través de una cuidadosa selección, la obra de Fabelo, Mendive, Portocarrero, el encantamiento de las ciudades de Fúster, Diago, Montoto, la explosiva creatividad de Ruperto Jay Matamoros.
Se me acaba el espacio, pero sobrevive la magia. El vehículo que la produce se llama Autógrafos cubanos y está a nuestro alcance en las librerías del país, y ya sabemos que hay libros que se venden como pan caliente.