Los dos cuentos que presentamos hoy pertenecen al más reciente libro Es raro ser niña de la escritora Mildre Hernández Barrio, publicado por la Editorial Gente Nueva en 2011
Llevé a mi padre de la mano hasta la puerta de la Academia. Quiso huir, pero lo amenacé con gritar en la puerta delante de los demás progenitores. Me preguntó si estaba segura de los resultados de la Academia. Le di seguridad porque los adultos la necesitan constantemente. No iba a pedirle notas sobresalientes. Para sobresaliente estaba el monte Everest y yo, que siempre sobresalía en el aula, según mi profesora de Disciplina Escolar.
Me trepé en unos escombros detrás de su aula. Quise ver qué tal le iba en su primer día de clases. Estaba aburrido, comiéndose la goma del lápiz. «Me alegro» —pensé—. «Para que aprenda lo difícil de ser hijo». Pero luego me dio lástima ver cómo todos levantaban las manos y él se quedaba mirando fijamente al pizarrón, sin entender ni jota en la asignatura de Economía Familiar.
«A ver…» —empezó el profesor—. «¿Quién me explica la importancia de ver con regularidad a los hijos cuando no se vive con ellos…? «¡Yo, profesor!» —levantó la mano un calvito de 36 años, más o menos». «Diga usted, Lorenzo». «Nuestros hijos… —comenzó Lorenzo— son frutos del amor de la pareja. Cuando nos separamos de esa pareja, casi siempre porque conocieron a otra, no vamos a ver a esos hijos con regularidad. El despecho nos mata. Todo por no encontrarnos al otro en la casa, en nuestro butacón, en nuestra cama… y bueno, usted sabe lo demás, profesor…». «Sí, Lorenzo, no se preocupe, todos sabemos lo demás. ¿Entonces usted cree que actuamos con egoísmo e insensatez? ¿Qué aunque haya otro en la casa…?». «Y en el butacón, profe» —interrumpió Lorenzo—. «Sí, Lorenzo, y en el butacón… ¿…que aunque haya otro en la casa, en el butacón, son necesarias las obligaciones con nuestros hijos? ¿Es cierto, Lorenzo?». «Sí, profesor. Nuestro amor por los hijos debe ser más grande que el orgullo y la rabia de ver a otro en la casa, en nuestro butacón…». «Sí, sí, Lorenzo, lo entendemos perfectamente. Tiene usted cinco puntos».
Yo aún estaba subida encima de los escombros. Me gustó la intervención de Lorenzo. Y creo que si se hubiera comprado un butacón, cuando se divorció de la madre de sus hijos, no estuviera así, tan despechado. Hay padres muy apegados a la comodidad.
«Bueno…» —siguió el profesor—. «Y en cuanto a la manutención de los hijos. ¿Quién puede ampliarse al respecto?». Al parecer el respecto estaba difícil de ampliar. Los padres se comieron las gomas de los lápices, agacharon la cabeza, miraron al techo y otros miraron por la ventana, como el mío. Ahí fue donde me vio e hizo una mueca para que me fuera, pero el profesor lo pescó.
«Usted, Gregorio. ¿Usted quería argumentar sobre el tema?». Le devolví la mueca queriéndole decir: Prepárate si no respondes.
«Bueno, profesor… este… —comenzó mi papá— los hijos no tienen la culpa de los divorcios, ¿no? Debemos hacerles llegar una manutención porque la necesitan para sentirse seguros. Sucede que uno es un poco cerrado, ¿sabe, profe? Pensamos que el dinero lo disfruta la madre con otro o… con la Vida. ¡Fíjese, profesor, hay padrastros y vidastras que utilizan el dinero de los niños para tomar cerveza!». «Bueno, Gregorio, pero entonces no sería una buena madre si dejara que alguien hiciera eso con el dinero de su hijo. Uno debe cumplir con hacérselo llegar. Si la madre lo utiliza en algo indebido será su problema. El hecho de estar con el padre verdadero no la hace mejor madre. ¿Entienden, alumnos?».
En eso sonó el timbre del receso. Todos salieron como bola de humo. Si algo les encanta a los padres es el descanso.
Eso aparece en la pantalla de un ordenador cuando no se reconoce una memoria flash. Me lo enseñó Alexander. Su papá es cibernético y está muy malo de la memoria,
El padre de Alexander, a menudo olvida jugar con él, regalarle flores a su esposa, ayudarla en los quehaceres, saber cómo está su hijo en la escuela y lo que es peor: decirle te quiero.
Se pasa días delante de la computadora, computando trabajo, procesando trabajo y adelantando trabajo. Cuando le pregunté a mi novio para qué mi suegro adelantaba trabajo, me dijo: «para adelantar otro más». Ser adulto es más raro que ser niño. Si cuando crezca me da por adelantar trabajo será para jugar con mis hijos y decirles te quiero. Por eso la misión de los niños de hoy es recordarles a los adultos nuestros derechos familiares.
Reuní a los amigos traumatizados del aula: Danyer, Rexona, Juan Carlos. Alexander y yo. Estamos en la primera lista: trauma por divorcio. La segunda es trauma por abandono. Y la tercera: las dos juntas. Fundamos la ONPAF (Organización de Niños por la Paz Familiar) donde soy la presidenta. Nadie me eligió, pero me propuse porque soy la del trauma más original. Nadie come pescado frito desde los tres meses de nacida.
«Atiendan acá —exclamé, encima de la mesa, sacándome una espina de entre las muelas, para impresionar—. Es importante tomar la iniciativa cuando nuestros padres toman cerveza. Si no tienen tiempo para atendernos los atenderemos a ellos. Pensemos que el olvido es por la carga de trabajo.
«Mi papá, por ejemplo, trabajó en un montacargas mucho tiempo, y cuando llegaba a casa no tenía fuerzas para decirme te quiero. El cansancio le afectó las mandíbulas. ¿Y saben qué hice? Se lo escribí en un papelito. Y el papelito lo puse dentro de sus zapatos.
«Cuando el dedo gordo se le trabó en la punta del mocasín, sacó el pie y recordó que yo lo quería. Y, de paso, que él también. Otros lugares estratégicos son la nevera donde enfrían la cerveza, la cajetilla de cigarros, la agenda electrónica donde guardan direcciones de amigos, la pantalla del PC, la mesa de dominó… todos esos lugares que, en exceso, atentan contra la paz familiar.
«Si aun así ellos no pueden darse cuenta de que nos quieren. Y si aun así continúan con esa mala memoria sobre nuestros asuntos infantiles, entonces se lo soplamos al oído, cuando estén durmiendo la siesta, para que el te quiero llegue al subconsciente, se quede allí tranquilito y despierte un día para sorprendernos.
«¿Será por eso que los adultos, muchas veces, andan con esa memoria artificial colgada de un hilito al cuello?».
Mildre Hernández Barrio (Jatibonico, 1972) Narradora y poetisa. Publicó los poemarios Vuela una sombra, Premio Eliseo Diego, 1997; y Despertar. Además, Cuentos para dormir a un elefante, Premio Pinos Nuevos, 1999; Noticias de brujas y Cartas celestes, ambos Premio Abril, 2002; así como Memorias de un sombrero.