El relato que presentamos a los lectores forma parte de Papyrus, Premio Alejo Carpentier 2011, actualmente en proceso de publicación por la Editorial Letras Cubanas
La segunda biblioteca había sido construida en los restos de una fábrica alemana de consumada arquitectura ferrovitria. Los aceros se levantaban como la carcasa de un submarino abandonado y la pátina del tiempo admitía una ríspida vegetación, en contraste con los cielos de Munich. Por entre el hollín de los ventanales aún podía verse la lana enhebrada en extensas filas de máquinas detenidas en un minuto eterno y perdido. En el edificio de ladrillos de enfrente un niño saltaba los escalones con un solo pie, mientras se sostenía la otra pierna con una mano. De vez en cuando me miraba subrepticiamente para comprobar su auditorio.
—En el centro de esta Biblioteca —dijo el Conservador, que aparentaba ser un científico recién salido a recoger un ejemplar de la prensa de posguerra—, han erigido o quedó como remanente de la confluencia de sus galerías, es difícil de precisar en estos años, un aclamado peristilo. En una de sus esquinas de sol se tiende un sapo negro. Si logras sostener su conversación hasta hacer que salte al agua de la alberca podrás pasar a las habitaciones y descansar, pero, antes de partir, debes dejar un nuevo libro.
Todas las galerías, en algún tramo de su recorrido, daban con el centro de la fábrica. Una columnata de fino hierro amanerado dejaba ver claramente al sapo. Me arrimé al borde de la alberca y esperé a que hablara. Cerró y abrió los ojos como si le molestara el aire y dijo:
—Los antiguos aprendices de pintura y arquitectura eran sometidos a copiar detalladamente modelos en el lienzo o el papel para que en la reproducción apartaran el ansia de crear, abjuraran del fogoso impulso esencial de la juventud y se concentraran en aquellas técnicas despojadas del morbo de la imagen aún no visualizada. Es evidente que los Maestros depositaban muy poca o ninguna confianza en el encuentro con el objeto artístico que asegura la sorpresa del púber. O temían, por otra parte, por la suerte de los novísimos en el precipitado encuentro con la total oscuridad. Los aprendices más precoces rompieron los pinceles, los otros se masturbaron en silencio y borraron toda huella de vertimiento.
—La masturbación como prueba de fecundidad —respondí Yo—, donde no hay oportunidad para la irreverencia ni las cosmogonías, ni la fe ni la ausencia de fe, pero, sobre todo, como acto de ficcionalización del deseo, el deseo mismo.
—Las academias de arte debieran también instruir a los discípulos en un oficio —dijo el sapo—. Basta contemplar un taller para intuir que solo uno, a lo sumo tres, dará una obra memorable. Por lo tanto, es una crueldad no adiestrarlos también en orfebrería, albañilería, carpintería, y condenarlos así al limbo de los alcatraces.
—Que uno no sepa para quién escribe no quiere decir que escriba para sí mismo.
—Siglos atrás el autor era dueño de su sabiduría y la de su tiempo, que era todo el tiempo —dijo el sapo—. Disponía en su obra el conocimiento absoluto del mundo, pero hoy es imposible, el autor se mueve desde la intuición porque ignora cuánto sabe y su mapa del conocimiento se asemeja a una pintura oriental en la que, junto a la rama y el bote, se desliza también un espacio en blanco: el remero mira a los lados y no ve otra cosa que el vacío.
—En una aldea tan lejana como cercana a Pekín —dije—, la pertenencia de los objetos se encontraba poderosamente ligada al conocimiento de su nombre. Cuando un hombre vendía a otro un objeto, debía revelar la voz del artefacto y bajo un milenario código de honor olvidar inmediatamente y no pronunciar más dicha palabra hasta no recuperar algún día la misma pieza. Los ladrones debían esperar el momento en que se pronunciara sigilosamente el vocablo, cerca del oído del nuevo dueño o arrancarlo de la boca atemorizada de los propietarios, pero estos, por lo general, mentían, y el objeto les era devuelto días más tarde a las puertas de su estancia. Los acaudalados se hicieron de un ejército de calígrafos a los que se les asignaba una sílaba por soldado, de esta forma el vendedor revelaba al cliente cuáles calígrafos y en qué orden le darían la ajustada combinación. Si un hombre era timado en alguna compra con un nombre falso, era fácilmente comprobable pues al objeto se le veía, durante el tiempo en que era invocado bajo el otro nombre, cambiar suavemente de aspecto. Los más avaros y, por ende, los más timados, se paseaban cada mañana por sus galerías de objetos y los nombraban uno por uno, comprobando la veracidad de sus compras. Así varios fueron robados por oídos finos y otros confundieron torpemente las palabras y vieron consumirse sus adquisiciones bajo un nombre erróneo.
—Es frecuentemente comentado el caso de Li -—dijo el sapo—, quien solía experimentar con los objetos que lograba adquirir y a una fila de artefactos disímiles comenzó llamándolos por la misma palabra. Con el tiempo, las diferencias eran solo visibles para él, que entonces comenzó a devolverles los nombres originales y los objetos volvieron a ser los mismos cuerpos, distintos y semejantes. Este escultor fue expulsado de la villa sin una sola propiedad y sus ensayos, considerados demoníacos, terminaron pulverizados bajo el peso de enormes cantos.
—Se cuenta que Li, exiliado en los bosques, repetía uno por uno los nombres de sus objetos, y que los recuperó todos antes de morir. Esta aldea no dio poetas. Los que más se esforzaron dejaron trazos blancos donde repetían tristemente cosa, cosa, cosa, y otras vagas indefiniciones.
—El centro es inmóvil, pero minúsculo —dijo el sapo.
—Todo se va, pero también se queda —dije yo.
El sapo saltó al estanque oscuro. Su lomo resplandeció bajo el agua como una estrella fugaz.
Osdany Morales (Nueva Paz, 1981). Narrador. Es autor del libro Minuciosas puertas estrechas, Premio David de Cuento 2006. Sus relatos han sido incluidos en numerosas antologías y revistas cubanas y extranjeras. En 2011 obtuvo el Premio Alejo Carpentier de Cuento