La lectura, vehículo del saber, es aceptada universalmente también como una ocupación sana, como una forma saludable y decente de ocupar el tiempo libre
El libro es un objeto curioso. La humanidad vivió demasiado tiempo sin escritura, luego siglos sin imprenta, luego todavía un lapso considerable durante el cual la población alfabetizada, capaz de leer, era escasa; todavía lo es, lamentablemente, en muchos lugares. El libro, la palabra escrita sobre la tablilla de barro, el pergamino, el papiro, el papel, tuvo funciones utilitarias, vinculadas con la economía y el comercio, o políticas, sustentadoras del poder, o sagradas, emanadas del culto, de la liturgia y de la fe. El objetivo de la lectura, para los pocos que la ejercían, se relacionaba con esas funciones.
Hoy la lectura está prestigiada como vehículo del saber o herramienta de aprendizaje, como soporte por excelencia donde el hombre conserva la memoria colectiva, la historia de la humanidad, en las ciencias, en las artes, en las costumbres. La lectura es también universalmente aceptada como una ocupación sana, como una forma saludable y decente de ocupar el tiempo libre: la sociedad se preocupa por los niños que pasan horas y horas sentados frente a su ordenador, desconectados de la realidad, en posturas y ocupaciones que deforman su esqueleto, atrofian sus músculos y congelan sus cerebros. Nadie es capaz de hallar nada malo en la postura del escolar que lee o escribe durante ocho horas o más sentado en su pupitre escolar, con las piernas colgando y la espalda curvada sobre la libreta o el pizarrín.
¿Por qué? Porque leer es útil, es una ocupación que sirve para algo, sea la instrucción escolar, la elevación moral, cívica, el enriquecimiento espiritual a través de esa mágica conexión con la cultura humana que conocemos como libro.
Leer es útil.
Esa es una verdad tan evidente, tan universalmente aceptada, que casi parece blasfemo convocar a una lectura por razones ajenas a esa utilidad; pensar, por ejemplo, que usted puede leer para aliviar el tiempo de la espera en la consulta del dentista o durante un viaje: todo el mundo lo hace, pero esa no es la lectura de prestigio.
Leer es seguramente educativo, la lectura instruye y enriquece, pero además —y estoy tentada a escribir «sobre todo»— leer es entretenido, es divertido, es placentero, es una forma grata de ocupar el tiempo. La lectura transcurre a través de un espacio tan gratificante que puede convertirse en adicción, pero es una adicción que no nos hace enfermar de cáncer, que no conduce al infarto, ni a la cirrosis ni a las enfermedades de transmisión sexual (ETS), ni disfunciones sexuales, ni conflictos conyugales.
Los que aprenden a disfrutar de este placer pueden gozar de él en espacios públicos o privados, a solas o en compañía de otros, en la cama con la pareja o en la habitación de los niños; en la parada del ómnibus, o en el hospital; en la playa o en la siesta; cualquier día de la semana, a cualquier hora. Los lectores suelen gozar de un placer añadido: el placer de hablar de libros con otros lectores, de intercambiarlos. El lector disfruta la sorpresa agazapada entre dos anaqueles de la librería, los goces del descubrimiento y del hallazgo en el fondo de una biblioteca o de un archivo, la alegría de ofrecer, prestar, regalar un libro, como quien regala un tesoro a un amigo querido, el júbilo por encontrar, al fin, el libro largo tiempo buscado, la memoria imborrable de unos versos leídos quién sabe dónde, el recuerdo de un personaje vivo para siempre en la memoria: un capitán solitario a bordo de un submarino invisible, un anciano que conoció la inmortalidad y persiguió la muerte, una mujer dormida después del amor, una muchacha que vive entre siete enanos, un hombre que vio un caballo de coral, un niño que aprendió toda la sabiduría acumulada por la humanidad y termina sus días en las aguas caudalosas de un río imposible, el barquero que un día te conducirá hasta el reino de los muertos.
Es decir, había una vez…