Hace pocos días leía emocionado junto a mis amigos del aula un artículo de El Criollito, periódico juvenil que cada dos meses circula entre los estudiantes de la Universidad Central de Las Villas, cuando sobrevino una polémica bastante recurrente entre quienes estamos a punto de cruzar esa especie de puente levadizo que conecta —después de un lustro— los quehaceres escolares con el mundo laboral.
«Lo diré lo más claro que puedo: el 31 de agosto finaliza nuestra misión de combate en Iraq». La aseveración se refiere al año 2010 y la hizo el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ante sus soldados en la base de Camp Lejeune, en Carolina del Norte.
Las manifestaciones de modestia han de expresarse en la dosis exacta, como recomienda mi amigo Julián Pérez Peña con respecto de los medicamentos. Si uno se excede, los golpes de pecho pueden parecer culebreos de la hipocresía. Y nada que sea falso, nos honra. Por ello, una semana después de conocer que me habían adjudicado el Premio José Martí por la obra de la vida, y superada ya la discreta euforia que alargó mis noches, deben comprender que yo piense ahora más en mis errores e insuficiencias que en mis méritos.
Con el propósito de organizar encuentros sobre la contribución de América Latina y el Caribe, hemos propuesto la creación del Club Martiano «La idea del bien». Como se sabe, este es un concepto del Apóstol. Tendría como propósito inmediato probar que las corrientes más universales de la cultura que llaman de Occidente se produjeron en la segunda mitad del siglo XX en América Latina y el Caribe. Acompaño relación de algunas de ellas. Se trata de subrayar el alcance universal del pensamiento latinoamericano y su vínculo con las figuras más importantes de la historia de la humanidad que le precedieron o fueron sus coetáneos. Desde luego, esta es una obra que tendría un enorme valor y requiere mucho tiempo y cooperación.
Quizá el tema no sea tan viejo como el legendario Matusalén, pero lleva tanto tiempo rodando que ha echado barbas y canas kilométricas en las aulas universitarias.
Si Marco Polo, harto de imperiales comodidades en los remotos dominios del Gran Khan, arribara próximamente a su Venecia natal, el primer sonido que escucharía al poner pie en tierra sería un metálico ¡crash!, al pisar... ¡una lata de Coca Cola! Sí, porque al alcalde local, Máximo Cacciari, se le ha ocurrido firmar un contrato con dicha transnacional para instalar unas 60 máquinas expendedoras del refresco en la hermosa ciudad del Adriático.
Tenía un oído afinadísimo. Algunos dirían que de tuberculoso. Lo cierto es que el ruido monótono y ensordecedor que producía la afilada cuchilla de la vieja batidora al desintegrar el hielo y mezclarlo con la fruta de estación, la leche y el azúcar, le hacía gritar invariable a la finada Malvina: «¡Voy en esa!». Entonces mi madre, que como parte de sus preparativos siempre colocaba cerca el vaso que portaría aquella bebida irresistible, con una sonrisa ra-diante lo llenaba para que yo se lo en-tregara a la vecina de toda una vida, todavía sudoroso.
Era una música de carnaval a plena mañana. El reguetón se enseñoreaba con sus retumbes y unas parejitas movían las caderas con ritmos electrizantes. Sonrientes, llevaban las manos arriba y se agachaban siguiéndole el sentido a la letra.
Lleva nombre de monarca mi amigo y colega Luis Sexto, un hombre tan diminuto en poderes y soberbias terrenales, como emperador de espíritu y pensamiento. Su único cetro es esa obra profesional que ha levantado como cumbre de dignidad, con devoción de labriego: ese vergel de crónicas, artículos, comentarios y reportajes, del cual podrían acopiarse ejemplares para cualquier ramillete de lo más exquisito del periodismo cubano de todos los tiempos; y como antídoto contra las malas hierbas que afean el huerto de la información, el juicio y las emociones.
Recientemente hemos conmemorado, por primera ocasión, la publicación en 1891, en el periódico El Partido Liberal de Ciudad México, del texto martiano que lleva por nombre Nuestra América. Al efecto se organizó un evento en Mérida, Yucatán, tierra bien conocida y visitada por el Apóstol en sus años de estancia en el país azteca.