Hay episodios que marcan definitivamente nuestras vidas. En mi caso son media docena: dos períodos de prisión bajo la dictadura militar, el oficio de escribir, el rechazo a embolsarme dos millones de dólares a cambio de una información que no le causaría perjuicio a nadie, el modo como libré a mi hermano del infierno de las drogas y la trágica muerte de Tancredo Neves.
Cuento todos esos episodios en mi libro más reciente: Quando fui pai de meu irmão: o desafío é sempre imprimir sentido à existência (Alta Books/70).
Antonio era el más joven de ocho hermanos. Cuando nació ya yo tenía las maletas listas para cambiar Belo Horizonte por Río de Janeiro. A los 12 años, sus amigos lo iniciaron en las drogas. A los 16 sufrió un grave accidente de moto que afectó la parte lógica de su cerebro. A los 20 lo recibí en São Paulo para brindarles a nuestros padres unos días de tranquilidad.
Convivir con un adicto es vivir en un sobresalto permanente. Su estancia conmigo, programada para unos diez o 15 días, se prolongó por cinco años. Me convertí en padre de mi hermano. Sufrí más que en los cuatro años de cárcel. Y amé como jamás lo había hecho, lo hago o lo haré. Cinco años después, Antonio regresó «limpio» a Belo Horizonte.
Aunque mi hermano tenía todos los cuidados terapéuticos, aprendí que una persona se hace adicta por una carencia afectiva. Entra por la puerta del desamor y solo sale por la del amor. Los cuidados médicos, los medicamentos, los ingresos periódicos son necesarios. Pero es sentirse amada lo que la hace salir de la oscuridad a la luz.
Es muy difícil amar sin una reciprocidad inmediata. Y el adicto nos succiona el afecto antes de poder dar algo a cambio. Además, todo drogadicto es un místico en potencia. Quiere hacer plena su subjetividad. La diferencia es que entra por la puerta del absurdo y el místico por la del Absoluto.
Mis relaciones familiares me llevaron a acompañar en São Paulo la agonía y la muerte de Tancredo Neves, presidente electo por el Colegio Electoral en 1985. Se produjo una conmoción nacional. El hombre que encarnaba el advenimiento de la democracia tras 21 años de dictadura no podía morir. Tras siete cirugías, no resistió. Convocado por doña Risoleta, oré en el Incor con la familia y di por terminada mi misión pastoral. Entre otras cosas, porque el SNI me comunicó que no había lugar para mí en el avión que llevaría el cuerpo y la familia a Brasilia, Belo Horizonte y São João del-Rei.
Doña Risoleta, dueña de una enérgica lucidez a lo largo de todo el «vía crucis» de su marido, obligó a que me acreditaran para el ceremonial. Acompañé el cortejo fúnebre a Brasilia y Belo Horizonte. La viuda quería que yo predicara en una de las misas de cuerpo presente. Los obispos no lo permitieron.
En la capital minera, cuando salía el cortejo del Palácio da Liberdade, contuve, rezando un Padre Nuestro por el micrófono, a la multitud que había derribado el portón, aplastado a siete personas y herido a muchas otras. En São João del-Rei, doña Risoleta convenció al obispo de que me diera la palabra en la misa a la que asistían el presidente Sarney y sus ministros.
La Agencia Nacional, que transmitía la celebración a los medios de comunicación, saboteó la divulgación de mi homilía al desplazar la imagen del interior de la iglesia al bello atardecer en el horizonte de la ciudad.
Convencí a doña Risoleta de que hasta la última persona de la interminable fila que esperaba en el cementerio llorara a su marido antes de bajar el ataúd a la tumba.
Ahora, en la fecha simbólica del 21 de abril, conmemoramos 40 años del fatídico final de la vida de quien, como Tiradentes, simbolizó la insaciable sed de democracia de la nación brasileña. (Tomado de Cubadebate)