La carrera comenzó en la radio. William De Armas, el añoso reportero, me hizo la primera entrevista. Hablé de las fotos de Virgen Benavides junto a Maurice Greene, Ato Boldon o Verónica Campbell, cité sus 44.41 en los Centroamericanos de Guatemala de 1995, recordé que era amiga de Ana Fidelia Quirot y después de evocar sus números en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, lo aseguré: Voy a ganarle.
De niño bailé break dance. Mis piernas delatan la posibilidad real de recorrer camino en poco tiempo. Técnica, agilidad, fuerza explosiva, potencia hacen un coctel que me ponían a la par de la excampeona. Virgen Benavides llevaba tiempo lejos de las pistas, desentrenarse le causaba un decaimiento en resultados que me daba alguna ventaja.
Yo había corrido quizá en alguno de mis cuentos, pero el entrenamiento básico, la tanta vida sobre una bicicleta me daban el valor suficiente para el reto y dejar a Benavides en el campo. Además, el desentrenamiento es una pesada carga: pérdida de fuerza, rendimiento, disminución de la capacidad cardiorrespiratoria y de habilidades técnicas, más el peso psicológico de ver irse tantos años de carrera y gloria. Eso contaba a mi favor.
La carrera sería en el estadio José Maceo, en 60 metros. En 2008, Valencia, España. Virgen Benavides había hecho los 60 metros en 7.25 segundos, el número me colocó contra las cuerdas, pero seguí en pie. Le iba a ganar a esta mujer en su propia tierra con público.
Virgen Benavides es de California, un alejado sitio de Songo-La Maya, hermana de Manuel Benavides, a quien Eddy Martín llamó el mejor utility de la pelota cubana. Algunos amigos me contaron que aquella mujer atrapaba cualquier camión en plena salida, corría y montaba al aparato ya en marcha, pocos podían con tal empuje.
Aquel jueves que trato de hacer prosa se colocó sobre nosotros sin lluvia. Mis colegas de la radio citaban la presumible coronación de alguno de los contrincantes. Pintaron carteles alusivos al favorito. Yo busqué un vestuario que no me hiciera deslucir ante el cuerpo perfecto de Virgen Benavides, sus ropajes de jugadora olímpica con 15 años en el equipo nacional.
Nos habíamos visto antes, hicimos alguna broma que llegó a la mayoría. Virgen me dijo luego que se impresionó, a pesar de que es una mujer que ríe siempre. Rió incluso cuando la vida la puso a presión, cuando en Venezuela tuvo que vivir en un sitio demasiado alejado para su categoría. Daba igual, las serpientes de la noche le sirvieron para traer anécdotas y hacer más hermosa su vida. La vimos en los periódicos con esa risa hermosa, la Virgen nuestra, esa negra potente, que aparecía en fotos con las grandes luminarias del atletismo mundial. La vimos crecer aquí, hacerse grande, retirarse luego y trabajar con niños que trajeron también medallas. Hasta que finalmente decidió radicarse en Italia, sin embargo, su casa sigue intacta, y cuando vuelve al barrio trabaja en los jardines, limpia la calle, le regala zapatos a los de la cuadra.
Recientemente, me llamó la campeona para que ayudara a una atleta enferma, una muchacha que estaba haciendo números de mayores cuando tenía 16 años, pero una enfermedad terrible puso punto final a la carrera de la jabalinista que podría haber sido el relevo de María Caridad Colón.
Por eso, cuando llegamos al estadio José Maceo, el mismo donde le costó ganar a Braudilio Vinent, la gente respiraba alegría. Llegué con mi pequeña comitiva de amigos y colegas de la radio. Me quité el pantalón deportivo y, tumbado en el césped, comencé a ejercitar estos huesos. Hice elongaciones y alguna carrera corta para probar el arranque. Virgen me miraba desde lejos, impresionada. Me dijo luego que el break dance y la bicicleta me mostraron una potencia que dejaba poca duda. Iba a ganar.
Del equipo de Virgen vi que había una caja de cervezas. Me reí. El ganador se llevaría aquel simbólico premio y el aplauso de los amigos. Nos colocamos en la meta. Nada podría salvarnos de definir quién trascendería como el perdedor, o el periodista que había hablado alguna vez con Eliades Ochoa, Eduardo Rosillo, Alberto Juantorena, Braudilio Vinent o aquella mujer olímpica.
Miré el sitio donde estaba la meta y sentí la soledad de este corredor absurdo, la risa incontenible de la Virgen. No hubo arrancada en falso. Un sólido silencio arañó la mañana. La vida se lanzaba sobre ambos, feliz pero algo tensa. Unas palomas revoloteaban en el aire.
Dieron la señal de arrancada. No hubo nada que hacer. En tres segundos solo podía ver la espalda de Virgen Benavides. Cuando ella se acercaba a los sesenta metros, yo apenas había hecho la mitad. Rompimos a reír todos. La humildad de la campeona se colocó entre nosotros.
Leí unas palabras que había escrito, le agradecí por habernos acompañado durante tantos años, darnos esa alegría que traen los atletas al ama de casa lejana, al estibador que llega sin vida a las seis de la tarde, al profesor, al poeta. Esa alegría de ver al tuyo ganar los Centroamericanos y luego encontrarlo en la calle. Nos abrazamos en medio de los aplausos. Virgen comenzó a llorar. La vida nos tenía. Le gané al menos esa partida, la había logrado emocionar.