Entre polémicas públicas y reflexiones muy íntimas, entre el sí y el no o la duda y la adicción, y entre lo que debe ser, es o será, el proyecto del Código de las Familias se mueve desde hace varias semanas por la vida de cubanas y cubanos.
Llevado a consulta popular, como debe ser, en algunas cuadras los encuentros han transcurrido sin mayores eventualidades. En otras, sin embargo, han aparecido las opiniones más diversas; algo muy bueno, siempre y cuando los criterios se planteen con el mayor respeto, porque para eso es el debate: para expresar, pero también para escuchar, respetar y pensar lo diferente. Y esa, al menos en sus esencias, es la otra cara del Código.
En verdad, con las primeras lecturas enseguida se comprende que las razones para la polémica son muchas. De inicio, el documento incluye enfoques muy avanzados y que pueden actualizar diversos criterios en el funcionamiento de la sociedad; pero por su novedad, esas ideas estremecen conceptos muy arraigados sobre los cuales se ha asentado la familia cubana.
Por eso se necesita mucha comunicación pública. De esto último hay, y con especialistas brillantes; pero se necesita más. Se requiere, para empezar, una comunicación más participativa, de debates en los horarios de mayor visibilidad de los medios, para que la voz de quienes opinen a favor se mezcle con la de aquellas personas con dudas o ideas no coincidentes con las propuestas.
Qué bueno sería la aparición de programas de intercambio (como han existido en distintos momentos; algunos, por desgracia, de breve duración), en los que expertos (sicólogos, sociólogos, juristas y educadores) opinaran, pero también que fueran interpelados directamente por la población y con toda la diversidad de matices de nuestro tejido social.
Porque eso es Cuba: un mosaico donde se debe enaltecer a quienes trabajan y señalar con dedo acusador a los mercenarios de todo tipo o a los hipócritas aupadores de corruptelas y los que frenan iniciativas bajo el ropaje de revolucionarios, para después convertirse, cuando los bajan del cargo, en más anticomunistas que Joseph McCarthy,
el tristemente célebre y alcohólico senador norteamericano, padre de la cacería de brujas contra todo lo que oliera a progresismo en Estados Unidos.
Esta es una de las virtudes del Código: mostrar la diversidad, y a través de la consulta marcar caminos para ampliar los espacios de participación bajo el mandato ético de la responsabilidad.
Llama la atención que, antes de la aparición del anteproyecto, el Estado y la Revolución Cubana eran pasto de acusaciones de todo tipo por no presentar siquiera algunos de los títulos presentes en el texto. Sin embargo, ahora que esas inquietudes y muchas otras se someten a consulta popular, vemos a los «activistas» de antaño condenando al Código en todos los tonos posibles. Palos cuando no bogas… ¿Y cuando lo haces, Petronio? Pues, como dirían los juglares medievales: «Cosas veredes, Mío Cid».
Cipayos aparte, desde hace tiempo el país necesitaba un cuerpo legal de esa naturaleza o, al menos, la entrada en vigor de algunas de sus propuestas. Pensamos, por ejemplo, en la gestación solidaria. De aprobarse esa propuesta, muchas parejas tendrán abierto un camino a la felicidad. Podrán pensar en los espacios que por algún momento imaginaron que no podrían llenar. En los hijos ya apartados en sus anhelos y que ahora podrán venir.
En ese sentido, y en muchos otros que no mencionamos por un problema de espacio, este documento no es solo un Código de las Familias. Es también un Código para la vida.