«Cuéntame tú, que viviste en un país postsocialista», me dijo a la ligera una amiga lejana que llamó a casa para preguntar cómo andan las cosas por la Sierra Chiquita. Respiré hondo para responderle con cordialidad y conté hasta 32, que es su edad, mientras seguía calladita su animada cháchara.
Su petición me remitió al período entre marzo de 1992 y julio de 1993, cuando viví lo que significó para los pueblos checo y eslovaco perder su derrotero político y ver descarrilar los vagones de la economía, la seguridad social, la identidad…
«Seguro había más productos…», especuló la joven, y me vi en pleno potraviny de Praga peleando con la tendera que quería quitarme la caja de leche para subirle otra corona, por décima vez esa semana. O cuando fui a comprar un par de botas en una tienda inaugurada con mucho bombo dos meses atrás, y en sus vidrieras ya ostentaba el cartel de «liquidación», porque una compañía alemana le hizo feroz competencia.
«Verás que entran medicamentos», insistía mi interlocutora, y recordé la mañana en que resbalé en el hielo de la calle, y en diez minutos de hospital me crucé dos mujeres con niños muy afiebrados a quienes no atenderían porque no habían sacado su seguro médico, una medida que llevaba cinco días vigente.
«¡Ahora sí mi mamá va a arreglar la casa!», continuó la inocente al teléfono, y pensé en la amiga traductora que fue desalojada varias veces porque la propiedad de esos inmuebles era reclamada por herederos de los exdueños (antes de la Gran Guerra), gente que no había nacido en el país ni le preocupaba su prosperidad, pero se sentían importantes dejando sin techo a decenas de miles de «compatriotas».
«A ver si me embullo y tengo un hijo», seguía ella, y suspiré recordando la noche en que mi esposo me comunicó que no había cómo pagar los miles que costaba el tratamiento de fertilidad; el desespero de muchas embarazadas que ya no contarían con licencia de maternidad ni empleos protegidos, y el dolor de las personas añosas que no pudieron jubilarse porque se esfumó el fondo estatal para la seguridad social.
«Es que esas peleas entre gobiernos me tienen harta…», intentó explicarse ante mi sospechoso silencio, y recordé las noticias que apoyaban o criticaban las maniobras de los nuevos dueños de Checoslovaquia mientras dividían aquel minúsculo país rodeado de potencias europeas, sin pensar que la nueva frontera separaba familias, tensaba a quienes vivían de un lado y trabajaban del otro y obligaba a sacar permisos para consumir la cerveza del poblado vecino o visitar el lago en el que habían crecido varias generaciones de su estirpe.
«Sabes, la violencia de estos días no me gusta…», confesó menos entusiasta. «Pero pasará porque somos cubanos y no vivimos del odio», quiso consolarme (creo que a sí misma), y yo recordé al niño que empujaron en la escalera del metro por hablar en español; a los amigos yemenitas a quienes lanzaron fuego por el balcón; a los miles de gitanos que sacaron de sus camas en plena madrugada sin recursos, y los lanzaron a la nieve en la estrecha franja entre fronteras porque ni las autoridades checas ni las alemanas los querían en sus predios.
Recordé la historia rescrita de un año para otro. Las tumbas sin flores en los campos de concentración (ya no era bien visto hablar del genocidio nazi). La beca de estudiantes extranjeros sin ascensor para que los skinheats tuvieran que subir por las escaleras si querían golpearlos…
La chica seguía enumerando ventajas: «Y cuando esto cambie, quitarán el embargo y saldremos de la escasez…». ¡Al fin algo por lo que valía la pena interrumpir su monólogo! «Ven acá, mi cielo, ¿y si cambiáramos el orden?», la emplacé directamente. «¿Y si empezaran por quitar el bloqueo y nos dejaran “caernos” solitos? ¿Y si en vez de inventarte excusas buscaras trabajo para resolver tus necesidades? ¿Y si entendieras de una vez que eso que llamas “postsocialismo” es capitalismo oportunista que se ceba en la desesperación de esas almas que asfixió antes, y pone a pelear hermanos contra hermanos, al estilo de la saga fílmica Los Juegos del hambre?».
¿Pueden creerlo? Mi amiga me colgó. Y yo creyendo que quería escuchar cómo acaban en el mundo estos golpes blandos…