Algo aprendí en las aulas. Tuve buenos profesores —en ciertos casos, verdaderos paradigmas— y otros que no lo eran tanto. Recuerdo en particular a Salvador Massip y Sara Ysalgué, impulsores del desarrollo de la ciencia geográfica después de la Revolución, al sicólogo Alfonso Bernal del Riesgo, antiguo compañero de lucha de Julio Antonio Mella, portador de las experiencias de muchos caminos andados, a Manuel Bisbé, empeñado en enseñarnos a descifrar en griego la Anábasis de Jenofonte, representante a la Cámara por el Partido Ortodoxo, quien encontraba modo de cumplir con puntualidad su responsabilidad docente, a pesar de su agitada vida política. Bisbé caería, víctima de un infarto masivo, cuando afrontaba en la ONU el duro batallar en favor de la verdad de Cuba en los días de Girón. Raimundo Lazo, también comprometido con el Partido de Chibás, fue un pionero fundador de los estudios académicos sobre literatura hispanoamericana en nuestro continente. Algo similar en el campo de las artes visuales fue el papel desempeñado por Luis de Soto, fundador de la Cátedra, junto a su discípula Rosario Novoa, dispuesta siempre a entregar su tiempo libre a las demandas de los estudiantes deseosos de saber. Profesor de Historia de Cuba, Elías Entralgo nos utilizaba como conejillos de indias para la aplicación de su proyecto transformador del ser cubano mediante la adquisición de hábitos de extrema puntualidad y formación de un carácter ajeno a la adicción a los juegos del azar, la desidia y la vagancia.
Pero los últimos serán los primeros. Rigurosa, exigente y equitativa en sus clases, Vicentina Antuña acostumbraba a tomar una tacita de café rodeada de sus discípulos más allegados para un intercambio favorecedor de una formación extracurricular. Apodada «magistra» –—maestra por excelencia— por su afabilidad, al margen de su dedicación a los latines Vicentina sostenía una activa vida social. Lectora bien informada, era una de las animadoras de la sociedad cultural femenina Lyceum y participante activa en el movimiento feminista. Sabía escuchar y cuando lo creía útil suavizaba las explosiones de nuestro extremismo juvenil. De manera informal, integrábamos conocimientos y tendíamos un puente creativo entre la academia y la vida.
El intenso aprendizaje universitario disponía, asimismo, de otros espacios. Fidel apuntó en varias ocasiones que los estudiantes progresistas se reducían a una minoría. Era una minoría plural y, a la vez, activa, solidaria con el independentismo puertorriqueño, con las víctimas de las dictaduras del subcontinente, con quienes se aprestaban a defender a la Guatemala arteramente invadida, activos también en el enfrentamiento a los males de la República neocolonial, el injerencismo imperial en los asuntos internos, el racismo, la corrupción. Nos adentrábamos en los problemas sociales y nos iniciábamos en la vida política. En ese singular aprendizaje crecido en una praxis participativa que desbordaba los límites definidos por los planes y programas de estudio, se formaron profesionales aptos en lo técnico y volcados hacia los problemas fundamentales de la sociedad.
Cierta mentalidad mellada por el lastre superviviente de un pensar colonizado eurocéntrico, tiende a asumir la universidad europea como modelo y referente insoslayable. La impostergable batalla por la emancipación incluye la necesaria relectura de la historia. En ella habrá de tenerse en cuenta el relato del proceso de desarrollo de las ideas del socialismo, así como las características particulares de nuestras universidades que tomaron cuerpo a partir de la reforma iniciada en Córdoba, Argentina, en 1918, que aspiró a conceder protagonismo a los estudiantes en la formulación de políticas y selló el compromiso con la sociedad al fundar las universidades populares, violentamente reprimidas por las dictaduras de la época, y propició la creación de departamentos de extensión universitaria. Cuando la ideología neoliberal penetra todos los campos por vías del debate intelectual y mediante el empleo de sofisticados recursos subliminales, urge emprender la enorme tarea de recolocar en el mundo, con todo el reconocimiento que merece, el pensar latinoamericano y acercarlo a las voces que surgieron en territorios que hoy todavía sacuden los remanentes del pesado legado neocolonial. Para ese análisis, sería útil rescatar un lúcido texto de Carlos Rafael Rodríguez sobre las peculiaridades de la frágil clase media de nuestra América.
En la zona más íntima de mi memoria preservo la gratitud por los buenos maestros que encontré en las aulas, capaces de brindarme información útil y, sobre todo, de sembrar los valores inherentes a una insobornable conciencia ética. El conocimiento no se hubiera convertido en saber verdadero, en compromiso profundo con el destino de la nación, de no haber existido el intercambio acalorado alrededor de los bancos de la entonces llamada Plaza Cadenas y en el acogedor espacio de la Galería de los Mártires, ambiente no contaminado en aquellos días por frígidas solemnidades. Con las puertas siempre abiertas, allí nos sentábamos en cómodos sillones. Presidido por la foto de Julio Antonio Mella, nos rodeaban los rostros de los caídos, devenidos en esa familiar convivencia cotidiana en nuestros hermanos mayores. Rendíamos tributo a todos en la conmemoración del 30 de septiembre de 1930, aniversario de la caída de Rafael Trejo, modo de preservar la memoria de una generación inmolada en defensa de una causa que constituía signo de unión y de continuidad en el esfuerzo por lograr la auténtica emancipación. Esa lealtad a principios forjados en la adolescencia condicionó que, con el Moncada, con el triunfo de la Revolución de enero, con Girón y con la resistencia al acoso de un enemigo implacable, las minorías de ayer se convirtiesen en mayorías, que los inconformes de otrora nos fundiéramos con un pueblo del que formamos parte.