Hubo en Marianao un café Torino y una tienda de víveres llamada Cuba-Italia. Aquel piamontés quiso dejar su huella en Cuba. Invirtió en el crecimiento urbano, construyó acueductos y contribuyó decisivamente a la edificación del primer barrio obrero de América Latina, donde todavía recuerdan, cada 24 de febrero, la fecha fundacional. Había cursado la carrera sacerdotal en su tierra de origen y comprendió, al terminar los estudios, que no sería capaz de cumplir con el voto de castidad. Adquirió una sólida formación humanística, tanta que el poeta José Z. Tallet, durante un tiempo su secretario, recordaría después que, en ocasiones, abrumado por los asuntos de negocios, agarraba El arte de amar de Ovidio e iba traduciendo los versos latinos a simple vista. Carecía, sin embargo, de profesión u oficio. Decidió, entonces, emprender la aventura de buscar fortuna en América. Camarero y maestro de francés en Nueva York, vio en el surgimiento de nuestra República neocolonial la oportunidad de desplegar su vocación de empresario. Llegada la hora de la muerte, regresó a Turín. Sus descendientes no perdimos el contacto con esa ciudad en la que su hijo Marcelo se vinculó a los pintores futuristas. Yo recuerdo todavía a mi maestra de segundo grado, la señorita Poli, tan solitaria en su humilde buhardilla.
Ahora, en otra centuria, la imagen de la mole Antonelliana iluminó las pantallas de la televisión en reconocimiento al abnegado trabajo solidario de nuestro personal de la salud. Rastreando un poco la historia, pudieran descubrirse inesperados puntos de contacto entre regiones tan distantes. En el siglo XIX Cuba emprendió la lucha por la independencia. Fragmentada después de la caída del imperio romano, la península italiana se había convertido en campo de batalla para las naciones emergentes. Allí se enfrentaron Carlos V de España y Francisco I de Francia. Con el paso del tiempo, la Lombardía y el Véneto padecían el dominio del imperio austro-húngaro, los Estados Pontificios ocupaban un extenso territorio y, más hacia el sur, existió el Reino de las dos Sicilias. El Piamonte constituía un reino independiente en el contexto del duro batallar por reconstruir la unidad italiana.
Instalada tierra adentro, atravesada por el río Po, Turín contempla el horizonte de las altas montañas. La Habana permanece recostada junto al mar. Sin embargo, una y otra, ajustadas a la medida del ser humano, son ciudades de portales, guarecedores del sol y la lluvia para el caminante de andar pausado. Con esos espacios acogedores, el trazado de las antiguas calzadas —la más bien enorme de Jesús del Monte, la de Reina, la del Cerro— recorre La Habana, «ciudad de las columnas».
El abandono de las regulaciones urbanas, la invasión de viviendas improvisadas, el deterioro impuesto por las duras circunstancias económicas, han obstruido tan preciados espacios públicos. Las políticas de ordenamiento urbano que ahora se implementan, con la participación de los organismos competentes, de las universidades y de los especialistas más calificados, deben conducir a reparar, con el tiempo y un ganchito, los daños causados, sin que por ello desaparezcan las familiares «sábanas blancas colgadas de los balcones».
Obra de arquitectos y urbanistas, la capital preserva una riqueza espiritual, memoria viva entretejida por los poetas y músicos que alguna vez pasaron por sus calles. Es un imaginario múltiple, fuente de amor y orgullo para sus hijos legítimos y para quienes la escogieron por adopción. A todos ellos corresponde ampararla como se hace con una madre nutricia llegada a su tercera edad.
Hay que salvar y prever. La conjunción de la actual pandemia y sus imprevisibles repercusiones económicas, con el acelerado deterioro del medio ambiente, reflejado en la violencia de los huracanes y de las lluvias monzónicas, ha suscitado la difusión de numerosas publicaciones acerca de la necesidad impostergable de concebir otra normalidad asociada a otros estilos de vida. La noción de progreso representada simbólicamente por la concentración de gigantescos rascacielos parece pertenecer a una etapa periclitada. Hace algunos años, al pasear por el centro de Nueva York en una tarde dominical, aquellos prodigios de ingeniería me parecieron una osamenta muerta, sobreviviente arqueológica de una humanidad desaparecida. El ajetreo cotidiano de comercios y oficinas había cesado. Los concurrentes habituales se habían refugiado en los suburbios o en ricas residencias distantes.
A pesar de sus arrugas y lastimaduras, La Habana ostenta los arrestos y la hermosura de una vieja dama de elegante porte, algo coqueta y casquivana. Ofrece un muestrario de la historia de nuestra arquitectura, desde el mitigado barroco colonial, pasando por el toque neoclásico, el eclecticismo, los apuntes art-déco, las destacadas expresiones del movimiento moderno, hasta llegar a los mejores logros de la etapa revolucionaria, como la zona del este impulsada por Pastorita, la Cujae y las escuelas de arte. Ofrece notables conjuntos paisajísticos que pueden contemplarse desde su otra orilla —como lo hiciera Tomás Gutiérrez Alea en la célebre secuencia de la despedida de Fresa y Chocolate— en el trazado de las anchas avenidas del Vedado o en la perspectiva panorámica desde lo alto de la escalinata de la Universidad.
Atemperada a las demandas del clima, disfruta del diálogo de la brisa entre el mar y la tierra. Esa suave corriente, imprescindible en las noches veraniegas, no ha sido obstaculizada por el valladar de altas edificaciones. No deberá hacerse nunca, porque esta Habana de ayer contiene el germen de la ciudad futura, hecha a la medida del caminante, beneficiada con las ventajas del trabajo a distancia, contrapeso necesario a la concentración oficinesca y protegida de la mortífera contaminación ambiental.
La pandemia pone de relieve el valor de la mano solidaria y del breve transcurrir de la existencia humana. Derriba la noción de progreso forjada por el pensamiento positivista y por la primera Revolución industrial.