Vamos saliendo de un trance que ha puesto a la vida sobre el filo de una navaja y que requiere, para ahuyentar el contagio, un cuidado individual extremo. ¡Nadie, nadie, puede proteger a un ser humano de sí mismo!
Esa realidad valedera para evitar cualquier tropezón por un proceder incauto, se debe asumir cotidianamente como principal escudo contra el coronavirus. Si vamos imparables hacia delante (¡qué soberbia demostración de nuestro sistema de salud!), sería insensato tirar lo hecho hasta ahora por la borda, después de clavarle con ciencia, tesón, recursos y heroica actitud una estocada que volteó para bien los ojos del mundo hacia acá y dejó pasmados y mudos a quienes todos sabemos. ¡No vale la pena ni nombrarlos!
Obvio, este momento llegó, más allá de las medidas de obligatoria observancia para el control de las transgresiones que conspiraban contra ese empeño, porque se enraizó en la sociedad que dependía de todos. Consecuentemente vivimos esa inmensa alegría de dejar atrás la situación más embarazosa y peligrosa luego de un aislamiento total o parcial, y al mismo tiempo surgió un resquebrajamiento del comportamiento social, a pesar de saber cada cual lo que se puede o no hacer.
Reconozcámoslo. Humanos al fin, al aflojar la presión se desencadenó la tentación por volver a destiempo a una plena cotidianidad que nos puede jugar una mala pasada, y de hecho ha ocurrido. Transitamos exactamente por una etapa que exige asumir, con mayor ahínco aún, el mismo cuidado de los momentos críticos para impedir embrollarnos de nuevo.
En el golpe final por la redención frente a la COVID-19 están todas las provincias, con excepción de La Habana y Mayabeque. De esa manera se restableció la gestión económica, productiva y de prestación de servicios con determinadas limitaciones que, a veces, se transgreden.
Y no hay que buscarlas con lupa: transportes urbanos circulan con más pasajeros de lo autorizado; hay más personas de las que pueden asistir a la vez a un restaurante, cafetería o bar; hay encuentros al aire libre o bajo techo en el lugar más peligroso para el posible contagio; se observan aglomeraciones sin nasobuco en plena calle y en la misma acera, o empleados atendiendo a los clientes sin el tapaboca y —¡cómo iba a faltar!— se mantiene el antiquísimo desatino de manipular el dinero la misma persona que despacha el alimento.
Lo peor es que ocurre en dependencias del sector estatal, que deberían ser ejemplo en el acatamiento de las disposiciones, bajo la mirada indiferente de los encargados de hacerlas cumplir, y también en el sector no estatal.
En este momento de la remontada de un virus que se distingue entre sus congéneres por ser tan feroz en la transmisión como en la enfermedad, deviene vital la necesidad de cumplir las medidas del protocolo de higiene y seguridad, sobre todo en lugares públicos o cerrados.
Honestamente, transcurridos cuatro meses de un enfrentamiento satisfactorio del que hemos estado pendientes todos, cualquiera puede escribir hasta un ensayo de cómo se ha logrado. Entonces es inadmisible que por irresponsabilidad de algunos y benevolencias de otros, pongamos el bobo cuando la claridad está disipando las penumbras.