Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Manantial de esperanza

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Debajo de la sábana que cuelga de ambos butacones están la risa y el asombro. Nacen del manantial jubiloso que es la infancia; contagian de esperanza y alegría. Es el disfrute originario, antídoto para las angustias que vamos cargando a cuestas los adultos, olvidando aquellas «pequeñas cosas» que, como escribiera el poeta Serrat, «nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón».

En los cuentos fantasmagóricos y horripilantes —que provocan más risa que espanto— debajo de esa sábana que ha convertido la sala de la casa en una noche sin luna, está la imaginación recordándonos por qué llevamos dos meses protegiéndonos del virus que mata, en un aislamiento que nos ha re-enseñado cuál es la esencia de la vida humana.

Pensamos, de manera hiperbólica, que la tarea de tenerlos en casa, con contacto social reducido, iba a ser más dura que la propia batalla que se libraría afuera. Nos equivocamos. Han sido nuestros niños y niñas quienes nos han curado los miedos y nos han recargado de ocurrencias, extrayéndonos la cuota de infancia que todavía conservamos. Subestimamos la comprensión y la agudeza que poseen los pequeños, y es gracias a ellos que nuestros hogares tienen más luz por estos días.

Un diálogo entre un pequeño y su madre revela cuán lejos podemos llegar de la mano de nuestros hijos:

—¿Mamá, yo puedo ir a la luna?», inquirió el pequeño, con sus lúcidos y aventureros cuatro años, en una de las primeras noches de cuarentena, antes de dormir.

—Claro que puedes —le dijo la madre y suspiró—. Lograrás todo lo que te propongas.

—Pues ve preparando los cohetes —dijo el niño y se durmió. Tanto se lo propuso, que a la noche siguiente aquellos dos butacones juntos se convirtieron en un gran cohete espacial que llevó a toda la familia a recolectar piedras y plantas lunares, y a «fotografiar» animales galácticos.

Lo logró también Mariana, una niña que ha viajado medio mundo de la mano de su mamá Yinet, quien le inventó los disfraces para llegar a Egipto, España, Etiopía, Transilvania, México… Mientras, Marcel consiguió trasladarse a la era de hielo para descongelar dinosaurios y hacer reír a sus padres. Y la mamá de Alex dejó a un lado todas esas cosas que «dicen que hay que hacer», como recoger gavetas, limpiar el piso y quitar el polvo, para regalarle a su niño una sesión de fotos pintado de gato, con la más felina de todas las mamás gatas de la cuarentena.

Nuestros niños han sido los más valientes de la casa, sin pedirnos trajes de superhéroes o superheroínas. Nadie vaya a pensar que la razón está en que ignoran lo que pasa. Por el contrario, como son conscientes del peligro —si se lo hemos explicado bien—, han decidido optar por la resiliencia y el divertimento, con esa sabiduría natural que existe, en su estado más puro, durante la infancia.

Puedo confesar que yo también he temido, y que he temido mucho. Pero en estos dos meses de aislamiento he estado tan ocupada siendo maestra, jurado de los más diversos concursos, la señora a la que le robaron el dinero y explica al policía los detalles, la embarazada que parió cuatro hijos, la enciclopedia que respondió a las dudas de qué es una cita, un hotel, un chequeo, una cuarentena, o de dónde sale el aire…; me he empleado a fondo en aprenderme los nombres de los dinosaurios y los animales fantásticos, y me he divertido tanto mientras intento «teletrabajar», que no encuentro cuál será la mejor recompensa que podremos darles los padres a nuestros pequeños cuando todo vuelva a comenzar, por hacernos sentir y ver lo que la vorágine del día a día nos había robado; porque estar rodeados de infancia es la mejor terapia que puede hallar una familia para colmar de alegría pura el corazón.

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