¿Cuándo encontré a Italia por primera vez? ¿En la increíble aventura de Pinocho, el «buratino», el libro que mi madre puso en mis manos? ¿O acaso en la historia del pequeño paduano que arrojó las monedas, que no aceptó limosna de los que criticaban a su patria? ¿Fue la obra de Collodi, o fue Corazón,de Edmundo De Amicis?
¿O tal vez fue la música? La canción de Domenico Modugno que mi hermana escuchaba, que no se cansaba de cantar:«Volare, oh, oh,/cantare, oh, oh, oh, oh,/ nel blu dipinto di blu, / felice di starelassù». ¿O acaso el estreno ocurrió en la cocina de mi propia casa, frente a unos gloriosos spaghettis napolitanos? Quizás esté pidiendo demasiado a mi memoria.
Italia me habló desde la piedra, desde el latido de la piedra. ¿Cómo iba a saber el niño que pasaba por el monumento a José María Heredia, allá en el reparto Vista Alegre, que aquel brillo, que aquella pureza extraña, era mármol de Carrara y que su autor era un artista italiano, Ugo Luisi?
¿Cómo podría saber entonces, en mi primera visita a La Habana, que las colosales estatuas del Capitolio que me robaron los ojos, eran obras de Angelo Zanelli? Y que la mano de Juan Bautista Antonelli, estaba detrás del Castillo de los Tres Reyes del Morro.
Los años y los caminos parecían conducirme siempre a Italia. La primera vez que vi mis letras en otro idioma fue en italiano, en Varese, en la revista Il Majakovski. La literatura y el arte me empujaban. La Divina Comedia, Boccaccio, Petrarca, Maquiavelo, Pirandello.
De la letra a la sala oscura no hubo más que un paso. El cine italiano me entró por la mirada de Sophia Loren, por el estilo de Marcelo Mastroianni. Un matrimonio a la italiana es cosa seria. Aquellos nombres sonoros acabaron volviéndoseme cercanos...
Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale, Monica Vitti, Anna Magnani, Gian Maria Volonté, Zavattini, Fellini, Pasolini, Visconti, Rossellini. La música de Morricone, los western de Leone. Yo fui el niño que salvó a su padre del escarnio en Ladrón de bicicletas. Yo tomé la Via Venetto para alcanzar a Anita Ekberg. Yo entré al Coliseo Romano, tiré monedas a la Fontana. Todos los caminos me llevaron a Roma.
Aún no había televisor en todo el barrio, cuando Rafaela Carrá se apareció en la pantalla cubana. Su hora era la hora de los muchachos que se reunían en la sala de mi casa. Se acomodaban para ver a aquel terremoto. Ella fue un develamiento, un aturdimiento. Fue mi novia callada, mi novia en silencio, solo mía.
Sin embargo, fue el deporte el que acabó enamorándome de Italia de una vez y por todas. No el fútbol, no la escuadra azurri. No Paolo Rossi ni Gianluigi Buffon. No el clavadista Dibiassi. No Pietro Mennea, leyenda de la pista. No Mangiarotti, leyenda de la esgrima. No aquellos duelos de remates entre Andrea Zorzi y Joel Despaigne. No las brazadas de Federica Pellegrini…
Fue una chica nacida en la provincia de Verona. Dónde mejor, si de allí es el amor. Recordista del mundo en su momento. Sara Simeoni. Me encantaba su forma de atacar la varilla, su arqueo, su estilo. Era una bailarina. Daba gusto. Reservaba la gran actuación para la gran competencia. Recuerdo su triunfo en Moscú 1980, la fiesta, el resplandor.
Italia nunca será el horror. Lo aprendí con Simeoni: siempre se puede saltar más alto. Lo aprendí con Benigni: no importa cuán difícil parezca, la esperanza está ahí, casi la tocas. La vida es bella.