La tienda, habitualmente plácida, se transfiguró en exaltado epicentro de multitudes desde que en su perímetro comenzó a comercializarse pollo, uno de los productos más afectados por los desabastecimientos que hoy perturban la cotidianidad de buena parte de la población tunera. «Préstame la niña cinco minutos», le dice una mujer madura a otra que carga entre sus brazos una criatura de quizá medio año de nacida.
La «prestamista» accede de buena gana al pedido de quien, a todas luces, es su compinche, y le extiende su bebé a la manera de un bulto. La otra lo recibe y empieza su pantomima. «Permiso, traigo una niña, permiso…», repite, afectada, mientras se abre paso entre el gentío rumbo al mostrador. En un santiamén llega y compra. Al regreso, ambas se cruzan un guiño pícaro, evidencia clara de su mezquina complicidad.
Sé de personas sin escrúpulos que simulan tener impedimentos físico-motores o de otros tipos para liberar de obstáculos el camino hacia lo fácil. «¿El último de los impedidos?», preguntan con imperturbable semblante en la cola del mercado agropecuario. Y uno llega a la conclusión de que la única discapacidad que padecen es su portentosa cara de tabla.
La mendicidad fingida es otra manifestación de esta afrenta a la dignidad. Quienes la ejercen desde su degradación moral intentan aparentar un estado de pobreza extrema incompatible con sus realidades. Por lo bien que lo hacen, algunos merecen un premio de actuación y, con sus lamentos, son capaces hasta de ablandar un corazón de granito. Al final del día han recogido una bonita suma que les permite darse lujos inaccesibles para muchos de los que trabajan de verdad.
Hay quienes simulan sufrir enfermedades crónicas, y les piden dinero a los transeúntes, según ellos para costear sus tratamientos. Pero olvidan algo elemental: en Cuba la medicina es gratis. Otros imploran también ayuda, pero no para sus «males», sino para atender a sus santos. Solamente los incautos se dejan engatusar con semejantes mentiras.
En los tiempos que transcurren, conductas de esta naturaleza no son para nada extravagantes. Quienes las asumen apelan a la desvergüenza para intentar capear en su beneficio nuestros agobios de circunstancia. En su defensa esgrimen la peregrina justificación de que en momentos de crisis «vale todo». Como si la decencia y la ética no fueran valores distintivos de la moral humana, aun en los contextos de mayor complejidad.
¿Qué sensibilidad materna hacia su criatura puede tener una mujer capaz de cederla en calidad de préstamo para que otra la utilice como señuelo para adquirir un trozo de pollo? ¿Muestra algún sentimiento de altruismo hacia un incapacitado quienes se hacen pasar por impedidos físicos con análogo propósito? ¿Se sonrojan alguna vez de vergüenza los que se disfrazan de mendigos para pedir limosnas? ¿Qué sentimientos experimentan quienes simulan enfermedades o toman la religión para desnaturalizarla descaradamente a la vista pública?
A la población y a las organizaciones especializadas les corresponde desenmascarar con energía, de una vez por todas, a estos farsantes, porque su proliferación en los espacios públicos erosiona la imagen del país y le hace un flaco favor al proyecto de justicia social y limpieza moral al que aspiramos. La impunidad en su proceder les alimenta la confianza y los fortalece. Debemos impedir que su pésima y patética teatralidad continúe haciendo de las suyas.
Mientras escribo este comentario, alguien estará tratando de engañar con alguna artimaña a las personas decentes, que constituyen mayoría. Algún impostor estará simulando en algún sitio lo que no es, o intentando abrir una brecha en la legalidad con el empleo de la mentira. Otro, tal vez, estará a un paso de conseguir una prebenda mediante el empleo de dobleces falsos. Por el bien común, no debemos permitirlo.