Creció casi salvajemente, enfrentando durante más de cinco años la ferocidad del clima, de la sed y de ciertas y desdeñables conductas humanas. Verlo casi muerto, ahora que se empinaba con fuerza, es un hecho muy doloroso.
Pero de cualquier forma, aunque hubiese tenido mejor suerte a lo largo de su desarrollo, su deceso —porque estoy segura de que pasará a la lista de los difuntos—, duele, y ese dolor debiera trascender mucho más.
Casi en medio de uno de esos espacios que en la empresa de Servicios Comunales llaman parques sociales, donde transitó su vida, unos tipos pasados de copa lo asesinaron pasada la media noche del jueves 17 de mayo. Y ahí está el que jamás volverá a dar sombra, a la sombra de la impunidad, como muchos otros que en vida fueron benditos árboles de la ciudad.
Pero sucede que a muchos de esos ejemplares plantados en las urbes cubanas los despojan de sus hojas o ramas, los hacen «sangrar» por la herida de un clavo hundido en su tronco para colgar una jaba con basura, o le quitan totalmente la vida y, como con razón a veces dice la gente, no pasa nada. Nada más que el dolor que pasará, o el lamento por su utilidad truncada y la imposibilidad de hacer pagar por ese crimen.
Aunque solo fuera por el hecho de que se invirtieron dineros y esfuerzos, o porque pudiera ser producto de comportamientos que contravienen las ordenanzas de la ciudad u otros cuerpos legales del país, pudiera ser ejemplarmente castigada esa pérdida con la que, de ningún modo, debemos seguir conviviendo insensiblemente como si fuera algo normal o un problema incorregible.
De tanto abogar por un guardaparque, y por el accionar de inspectores estatales, uno pudiera obstinarse de denunciar un servicio que, además de no siempre garantizar la higiene comunal, no acaba de actuar contra los destructores de las áreas verdes. Pero no es esa la actitud.
Es cierto que debemos combatir las indisciplinas sociales, y en ello tienen responsabilidad eso que llamamos los factores del barrio, pero los servicios comunales y los órganos encargados de hacer cumplir las leyes o disposiciones vigentes, no deben quitarse el problema de encima. Porque cuando eso sucede, irremediablemente la culpa cae en terreno de nadie.
Pero, por suerte, de la misma manera en que me encontré a más de un insensible que no cambia ese discurso justificativo y pernicioso que sobrevive por tantos años, encontré a directivos y funcionarios jóvenes, apasionados y sensibles que, aunque no consigan hacer algo que reviva a los «muertos», pueden actuar en favor de los vivos.
Alguien pudiera creer que, ante la pérdida de los árboles, sería exagerado el despliegue de una línea de investigación policial, con peritos incluidos, como si se tratara de un ser humano al que le quitaron la vida. Puede ser o no ser pertinente. Pero cuidarlos a cada uno, es parte de la Tarea Vida, una estrategia del Estado cubano que, al final, no busca otro propósito que no sea el de conservar la especie humana.
Plantar un árbol y no cuidarlo es un cumplido falso e irresponsable. Es botar dinero y sembrar deformaciones, indiferencias e insensibilidad. Ninguna persona tiene derecho a atentar contra ello. Toda empresa u organismo tiene el deber de actuar. Y quienes asisten a un espectáculo similar harían muy bien en denunciar el maltrato a esos ejemplares imprescindibles de la naturaleza para eliminar desde la raíz el mal.