Tomar un vaso de agua, cepillarse los dientes, mirarse al espejo para revisar la espinilla que salió en la cara, darse un baño, llamar a alguien por teléfono, leer algunas páginas del libro de turno o comer algo, son algunas de las muchas actividades intrascendentes que una persona bien podría hacer en poco más de un cuarto de hora.
Sinceramente no creo que nadie archive en la memoria su cotidianidad en breves recuentos. Al menos, no lo creía. Eso cambió. Estoy segura de que la gran mayoría de los que residimos en La Habana, y un poco más allá también, en los últimos días hemos tratado de reconstruir instante a instante lo que estábamos haciendo en esos 16 fatídicos minutos de la hora 20, del día 27 del primer mes del año 2019. Así, con esa larga cadena de detalles y con toda la importancia del mundo. Porque en ese período el reloj se detuvo para muchos, porque con su paso el tornado se llevó vidas, casas, pertenencias e ilusiones.
Con dificultad he rescatado del depósito adonde van a parar las cosas que no nos molestamos en retener, lo que yo hacía en esos momentos. Recuerdo que se fue la electricidad, mi familia había terminado de comer y mi pequeño hijo jugaba en su corral. La repentina oscuridad lo asustó y corrí para calmar su llanto. Le canté canciones y comenzamos a jugar con él para espantarle el miedo. Durante todo ese tiempo en mi casa hubo felicidad y risas. De vez en vez comentábamos sobre la intensidad del viento que rugía afuera. Solo de vez en vez.
Y la verdad es que desde entonces me ha dolido tanto saber lo mucho que yo reía mientras las lágrimas de otros se perdían en los destrozos dejados por un catastrófico fe-nómeno atmosférico. Tal vez usted piense: no había manera de saberlo. Es cierto. Pero de alguna manera no dejo de sentirme culpable. No puedo dejar de ofrecer mis disculpas, aunque lo más probable es que las personas dolidas ahora mismo no tengan ganas, ni tiempo, ni voluntad de leer esto. Tampoco puedo dejar de reconocer a aquellos que no están dando lo que les sobra, sino compartiendo lo que tienen; y llegan allí, donde se ha instalado la tristeza, para abrazar, consolar y reconstruir.
Pude haber sido yo, usted, un familiar, un amigo querido. Quiso el destino o la terrible trayectoria de ese tornado, que esa noche yo abrazara a mi hijo con alegría y no con el terror de protegerlo para que el techo no le cayera encima. Esa noche pude haber sido yo la que llorara.
Por respeto al dolor ajeno, que ahora siento como mío, insisto en comprender la dimensión, la hondura de unos 16 minutos. Eso tardaríamos en caminar unas cinco o seis cuadras. Ese tiempo bastó para que una ciudad quedara rota, partida, con una herida de unos 11 kilómetros. Suficiente para que más de mil casas quedaran afectadas o reducidas a escombros y muchas familias se vieran obligadas a lidiar, de golpe y porrazo, con la penosa realidad de tener que comenzar de cero.
Estamos hablando de unos miserables 960 segundos que a mí se me fueron en un abrir y cerrar de ojos; y que a otros tantos les duró una eternidad. En 16 minutos se puede concebir a un ser humano y destruir a cientos. En 16 minutos se puede experimentar el mayor placer y también el dolor más intenso que espíritu y carne pueden llegar a sentir. Me pregunto: ¿cuánto tiempo tarda rehacer una vida?