Ni la prodigiosa imaginación del Gabo pudo avistar semejante imagen literaria, capaz de desvelar al más experto de los novelistas. El hombre a quien sus enemigos habían intentado asesinar en 638 oportunidades volvía invicto a recorrer la Isla a sus 90 años, para despedirse de un pueblo que salía a las calles capitalinas, a la Carretera Central, a los caminos de los poblados rurales… para ver pasar el cortejo fúnebre y, con apenas una frase contradecir a la muerte: «Yo soy Fidel».
Con esa paradójica rebeldía de un pueblo que no se conformaba con verlo partir, el líder político más importante del siglo XX, el hombre aborrecido por el imperialismo, pero adorado por los pobres de la tierra —incluyendo la suya— volvía a iniciar su desembarco, como en el mítico Granma, pero esta vez no por Las Coloradas, sino por el sitio donde anidan las esencias del país: el sentimiento y la memoria. Era esa su última y eterna rebeldía.
Después iríamos a depositar una flor en el espacio físico donde la mortalidad descansa; pero Fidel no es un monolito simbólico en Santa Ifigenia, ni un héroe de mármol empotrado en las paredes del pasado. Esta Isla lo siente caminar a cada paso y, aun sin proponérnoslo, nos descubrimos pensando qué diría Fidel si viera esto o cuál sería su respuesta ante aquello. Y si nuestros pequeños nos preguntan por él, nos hallamos frente a un abuelo viejecito, que nos mira desde las fotografías más recientes con el instinto de un padre protector, alerta ante las dificultades de sus hijos.
A pesar de su imponente traje militar, de su mirada encendida y su palabra sin riendas cuando había algún error o cuando se debía acometer con coraje alguna acción, Fidel no es para los cubanos solo un líder revolucionario. Fidel es familia.
Debe ser por eso que la gente sigue siendo fidelista, o porque, aunque hayan pasado muchos años desde entonces, los más viejos no olvidan cómo era vivir sin dignidad y sin derechos, allá por los años donde la Revolución era apenas una estrella lejana que seducía a los jóvenes rebeldes.
Hay una fotografía, entre las miles que existen del Comandante, en la cual se funden el humano y el combatiente: la camisa verde olivo semiabierta, dejando entrever una medalla que, más que adornar, parece protegerle el pecho; un tabaco entre los dedos índice y corazón; la pistola en calma, pero al alcance de la mano… Escucha, atento, alguna idea de Celia. De fondo, las montañas… Otra arista del hombre, del rebelde.
Ese era Fidel, el joven que rescató del estatismo histórico a la campana de La Demajagua y la hizo vibrar tan fuerte que todavía hoy se escuchan sus repiques; el niño que volvía descalzo a la casona del batey, después de haber regalado sus zapatos, a expensas de pescar un buen regaño; el muchacho que no se dejaba curar cuando sufría algún accidente, porque tenía temple para hacerlo solo; el estudiante que se rebelaba ante quien entendiera él que actuaba mal —profesores o sus progenitores—, al punto de que su hermano Ramón reconociera que «no le soportaba boberías a nadie. Era un rebelde contra lo mal hecho».
A mis 31 años no tengo que esforzar mucho la memoria para verle discurrir sobre algún asunto particularmente importante por la televisión, en instantes tan vitales para la Patria como los de la lucha por el regreso de Elián junto a su padre, o cuando la Isla padeció los infortunios dejados por algún evento climatológico extremo, o cuando hacía comparecer a los ministros frente a las pantallas televisivas, para que aclararan una duda o explicaran un problema.
A dos años de su último desembarco, aquel soldado de alma intrépida y visión futurista sigue rebelándose ante la desmemoria y la injusticia. Dicen muchos que lo presienten, que anda por aquí, caminando el país, tocando el país, escuchando al país, como solía hacer cuando le asaltaba ese espíritu redentor y quijotesco, que no le dejaba estar quieto cuando había que «desfacer agravios y enderezar entuertos».