«Quédate a comer con nosotros», me dijo la madre de mi amiga y fue una bendición escuchar esa invitación, porque queríamos seguir trabajando hasta tarde. Nos concentramos en lo que hacíamos, pero estuve pendiente de la hora porque por lo general el horario de la comida es similar en todas las casas, y hubiera sido una descortesía comer después, a solas.
Sin embargo, mi amiga quiso desterrar esa preocupación en segundos. «No te preocupes, comemos cuando queramos, si la comida está en las cazuelas y aquí cada cual se sirve cuando quiere comer… Aquí nadie toca la campana para sentarnos a la mesa como si fuera una unidad militar», y lo que fue dicho en tono de broma a mí me resultó más inquietante.
¿Dónde estaba entonces el «nosotros» de la invitación que me hizo su mamá? Cuando me dijo que me quedara a comer, imaginé la mesa servida y que acompañaría a sus hermanos y a su papá también. Pero no… Aprendí después que la dinámica es más «simple». El que quiera comer frente al televisor, sirve su plato y va para la sala. Quien quiera seguir trabajando en la computadora prepara su «completa» y va hasta el cuarto, y luego cada cual friega lo suyo. Mientras, la mesa del comedor exhibe su bello mantel, y no encontraba yo cuál era su función.
Cada familia tiene sus propias rutinas de funcionamiento, y no se trata de que estas no sean flexibles al punto de ser comparadas con una unidad militar. Pero, ciertamente, me resulta muy difícil imaginar que en una casa la familia no se reúna a la hora de comer, sentados todos a la mesa.
No solo es importante respetar los horarios de alimentación, sino que es vital «conectarse» con los demás convivientes en el hogar, ¿y qué mejor momento que la hora de la comida, cuando todos comentan de sus jornadas laborales o escolares, y comparten el rato, antes de individualizar su tiempo en otros asuntos?
Lo que se sirve no es lo fundamental. Si la comida es arroz, frijoles y huevo hervido o si es arroz con pollo o garbanzos con carne. El ingrediente más importante es la unión familiar y si se quiere hasta la sobremesa, ese hábito extendido de seguir conversando y compartiendo el tiempo, aunque los platos permanezcan sucios un rato más.
Tal vez no comprenda el fenómeno del «desglose alimentario», porque no fue lo que vi en mi casa y en aquellas que forman parte de mi mapa familiar. Sigue siendo un ritual, y lo agradezco, el poner la mesa y comer juntos, con música de fondo o no, con el televisor encendido o no, pero juntos.
También percibo que ese comer cada cual por su lado echa por tierra los modales más elementales que signan la buena educación. ¿Cómo aprenderá un niño a usar los cubiertos si lo acostumbran a comer donde sea, cuchara en mano? Después, cuando vaya a un restaurante o sea invitado a comer en otra casa, ¿cómo se comportará?
«Rezagos de burguesía»… escuché decir una vez de alguien que no consideraba necesario que en una casa se sirviera la mesa como debe ser. «Ni servilletas ni cuchara con tenedor ni fuentes ni manteles… si el menú a veces es muy simple y no estamos en un hotel de lujo». Y sí, el menú puede ser sencillo, pero la mejor manera de aprender es hacer todos los días aquello que un día pudiera ser extraordinario.
A los padres se les insiste para que generen un clima de armonía en torno a la alimentación de sus hijos cuando empiezan a crecer, para que vean a los demás comer aunque estén sentados en su sillita y se integren a esa dinámica de manera natural y sin regaños… ¿Cómo, entonces, pueden aprenderlo si cada día no es igual?
No se trata de normas rígidas, reitero. Se trata de servir la mesa y más allá. Más bien es servir el buen actuar sobre la base de la educación ante cualquier situación y en cualquier contexto que nos depare la vida. Se trata de disfrutar del entorno familiar y aprender en él, desde pequeños, aquello que después, con el tiempo, no se debe deformar.