Cada onomástico de Fidel incita a meditar acerca de la vigencia de su pensamiento vivo. Porque hay un legado inmenso que demandará la entrega al estudio por parte de numerosos investigadores. Pero sus discursos están al alcance de todos, nacidos al calor de las circunstancias y portadores siempre de ideas que trascienden el momento, ajustados a una visión del mundo en permanente confrontación con la práctica. Constituyen por ello un modelo en el ejercicio del pensar antidogmático, por la mirada colocada en el centro de los conflictos que subyacen en el trasfondo de la realidad.
El enfoque tiene en cuenta la complejidad de los problemas, el proceder es analítico y el lenguaje transparente, al no perder de vista que su destinatario primordial es el pueblo, considerado siempre protagonista de la historia. El joven egresado del colegio de Belén ingresó en la Universidad de La Habana con el propósito de aprender mucho más que las disciplinas propias de la carrera de Derecho. Estaba entrando al espacio abierto de la vida en un ámbito caldeado por los debates de ese tiempo y en el que seguía palpitando la memoria de los años 30, con su arrastre de decepción, de orgullo y nostalgia, así como un latente sentimiento antimperialista.
Antes de proyectarse nacionalmente, su entrenamiento en la práctica política concreta se inició en la Universidad. Por las características del contexto, se imponía el trabajo directo con las personas para detectar y agrupar a los afines y ampliar el radio de influencia sobre los indiferentes. Para esos propósitos, resultaba indispensable tener la sagacidad de conocer los rasgos propios de cada individualidad. Múltiples, las lecturas literarias de Fidel parecen tener preferencia por la zona de la narrativa centrada en la construcción de personajes complejos. De ese acercamiento dimana un deseo de conocer al ser humano en su riqueza de facetas.
A esa etapa temprana corresponde la toma de conciencia de las tareas pendientes para la cristalización de la nación cubana. Desde una perspectiva antimperialista, había que conquistar la independencia mutilada. La batalla implicaba un proyecto de justicia social. Para diseñar la estrategia adecuada, era indispensable un profundo conocimiento de la historia de Cuba. Atravesando las páginas con mil preguntas, devoró cuanto libro estuvo a su alcance, no solo las obras de los historiadores, sino también los testimonios directos, las crónicas, los diarios y las memorias de los libertadores.
El estudio sistemático del proceso de la Guerra de los 10 Años mostraba las causas internas que condujeron al Zanjón en virtud de las fracturas regionalistas, de las ambiciones de algunos y de disensiones ideológicas. La deposición de Céspedes y su trágica caída en San Lorenzo, abandonado por todos, ilustran las consecuencias de la pérdida de unidad. La lección es valedera para todos los tiempos, aunque Fidel entendió con claridad que los resultados del análisis no podían extrapolarse mecánicamente a la contemporaneidad.
La época tiene sus marcas en la realidad objetiva, en la naturaleza de las contradicciones y en las mentalidades. Todavía entonces, en los días de Céspedes, no se había definido el carácter imperialista de Estados Unidos.
Para entender lo que somos y de dónde venimos, resulta fundamental volver al discurso de Fidel con motivo del centenario de La Demajagua. Algunas cabezas calenturientas observaban con mirada crítica una guerra promovida por grandes terratenientes, muchos de ellos dueños de esclavos. Semejante lectura vulneraba los fundamentos históricos concretos al remitirse a las contradicciones clasistas en lo que habría de denominarse más tarde primer mundo. En Cuba, la clave del proceso ha estado siempre en la lucha por la liberación nacional. Es la esencia de un batallar que se ha librado en la confrontación política, con el empleo de las armas y pasa ahora por la solución de nuestros problemas económicos. A diferencia de Francisco Vicente Aguilera, Céspedes no era un poderoso terrateniente. Tenía unos pocos esclavos. La cifra carece de importancia. Lo fundamental consiste en haberles concedido la libertad y en haberlos invitado a unirse al ejército insurrecto. Fue un gesto simbólico que, a contrapelo del pensamiento dominante de la época, sentaba las bases de la unidad de la nación en lo más profundo de su ser. Desde esa perspectiva de análisis, ellos hubieran sido como nosotros.
Para articular diseño estratégico y táctica, hay que partir del conocimiento de los factores complejos que intervienen en una realidad siempre cambiante. A lo largo de su vida, Fidel elaboró un método de análisis que le permitió afrontar, en cada instante, los desafíos de la complejidad. Esas herramientas procedían de la ciencia y de la historia. Del marxismo asimiló los fundamentos necesarios para desentrañar la naturaleza de las fuerzas en pugna tras la dominación imperial. Lo hizo siempre de manera creativa y antidogmática al no perder de vista las especificidades del mundo al que pertenecemos. Acribillados a preguntas desde el aquí y el ahora, los textos no se redujeron a letra muerta, ni tampoco a recetario de fácil aplicación. Devinieron fuente viva, útil y enriquecida por los desafíos de la contemporaneidad. A su lado estaba, no hay que olvidarlo, la presencia aleccionadora de José Martí, que siempre lo acompañó. Del Maestro pudo aprender, entre otras muchas cosas, las razones que vinculan nuestro destino al de América Latina. Para ella escribió también el Apóstol cuando advirtió con pasmosa lucidez acerca de los peligros latentes en la Conferencia Monetaria de Washington. Los conductores del proceso de transformación revolucionaria necesitan dominar el instrumental teórico con el propósito de ponerlo en función de la práctica en el terreno concreto de la política, asentada en el cuerpo viviente de la sociedad. Del ejercicio de la práctica reciben una permanente retroalimentación. Es referente indispensable, termómetro para valorar resultados, indicador para efectuar ajustes. De esa base se derivan los caminos para juntar voluntades aun en las circunstancias más difíciles. Ese llamado permanente a la unidad fue la lección aprendida de la experiencia de la Guerra de los 10 Años, primero por Martí y más tarde por Fidel, siempre cuidadoso restaurador de consensos. Así, junto a él, durante más de medio siglo, atravesamos la amenaza del exterminio en la Crisis de Octubre y las consecuencias del derrumbe del socialismo europeo.