En la sala apenas hay unas butacas de vieja madera; y las paredes, negras por el tizne, denuncian que en esa casa se cocina con un fogón de petróleo. Ella, con la piel agrietada, los ojos alegres y humildísima ropa, regala allí algo que ni los más ricos pueden comprar.
Muchos, ya sean de las cercanías o desconocidos que vienen desde lejos, tocan a la puerta de Ana María González, o Chita, como le llaman, una curandera de 84 años que asegura remediar varias enfermedades.
«Asma, hepatitis y el empacho», dice confiada quien aprendió de su madre el arte de sanar con rezos, hojas de árboles o mediciones de la persona detrás de su puerta.
A un lado de la carretera que une Madruga con Bainoa, en Mayabeque, entre piñales y siembras de caña está su sitio de oraciones, donde ni las manos o las piernas se cruzan y está prohibido dar las gracias.
«Aquí viene mucha gente. Yo les digo que de noche no atiendo a nadie, porque, yo aquí no tengo nada, pero no sé quiénes son. De día, a todos», cuenta esta conocedora de los secretos de las yerbas y los ritos que sorprende cuando habla de síntomas o tratamientos.
Chita no pregunta nombre ni dirección del paciente. Si quien la busca es por causa de hepatitis, su cura comienza con dos preguntas: «¿Tuviste fiebre? ¿Has tenido picazón?». Y de acuerdo con la respuesta puede hasta clasificar qué tipo de hepatitis es. Luego, con sus manos sobre la cabeza del enfermo, susurra alguna de sus bendiciones e indica qué debe hacer con los tres retoños de maíz que pidió que le trajeran.
«Ya le enseñé esto a uno de mis hijos, pero él solo podrá hacerlo cuando yo renuncie. Así me sucedió con mi madre. Ya ella estaba muy viejita y me pidió que siguiera yo, pues sentía que se le olvidaban las oraciones», explica.
Durante varias décadas fue cocinera en la base de camiones cañeros cercana a su casa y, según los vecinos, nadie sabe a cuántos ha curado en todos estos años.
«Será o no efectivo, pero la gente le tiene mucha fe. Uno primero va al médico y luego va a eso», dice un madruguero que hace algunos meses le llevó a su hija enferma y con las manos amarillas.
La curandera no niega la ciencia, al contrario, conoce hasta los parámetros que miden la hepatitis en los hospitales. «Si es el laboratorio de Madruga, es 12, pero hay algunos, como el de Matanzas, donde el nivel normal es 40».
Mientras otros con virtudes similares colocan jarritos o sombreros para que después de la consulta les dejen dinero, Chita salva y no pide nada a cambio, ni las gracias. «Salud y suerte», dice cuando despide a quienes ayuda. «Y si cuando te hagas el análisis de la hepatitis te da alto, regresa otra vez».
Inquieta y generosa, la de ojos alegres regala lo mucho que tiene, el don que un día le entregó su madre para curar los males del cuerpo. Ella sirve y sana. Muy poco tiene de esas riquezas que enloquecen a algunos, pero le sobran las más especiales.
Por eso, mientras la gente tenga fe en sus manos y oraciones, en la casa que huele al humo de su fogón, la magia de Chita seguirá sanando con rezos, hojas de árboles o mediciones detrás de su puerta.