La figura del turista fue, en sus inicios, la de un viajero que emprendía, de manera individual, una aventura en busca de nuevos horizontes para el conocimiento. Así, empezaron a aparecer en Cuba visitantes exóticos que, con mucha frecuencia, dejaron testimonio de su experiencia a través de cartas, relatos o libros con propuestas de análisis más ambiciosas. La mirada del otro nos entregaba una visión de nuestra singularidad en los múltiples planos que ofrecen el paisaje natural y el humano. Para los que llegan de otras tierras, llamaba la atención la riqueza de un universo natural pródigo, ajeno a los duros rigores del invierno. La riqueza cromática del entorno impactaba en el choque inicial. La verdadera singularidad se manifestaba en el rostro humano de un país cordial, de puertas abiertas, donde el refinamiento de las costumbres se avenía con el abandono del rígido formalismo imperante en otras tierras. En el territorio de lo humano se establecía el ligamen más profundo, así como el acercamiento primario a una cultura forjada en circunstancias diferentes, y comenzaban a definirse los rasgos del ser cubano.
Más tarde, ya en el siglo XX, las reivindicaciones obreras dieron el derecho a un tiempo de vacaciones a las capas medias. Barato por la cercanía geográfica, el acceso al viaje turístico estuvo al alcance de norteamericanos incentivados por el estímulo del clima cálido y el exotismo de cierto folclore banalizado por el comercio de baratijas. En los meses de invierno, se impuso la temporada alta. Ofrecía un disfrutable clima cálido y coincidía con el carnaval habanero. En el Parque Central, un maraquero de feria se situaba a la puerta de un comercio que ofrecía instrumentos musicales de poca monta, junto a cinturones, carteras y otros enseres de auténtica piel de cocodrilo.
El florecimiento del negocio impone sus rasgos perversos. Al establecerse la ley seca en Estados Unidos, La Habana era un espacio abierto al libre consumo de alcohol. Los bares se multiplicaron, y un substrato maleante se vinculó al contrabando, privilegiado también por la vecindad entre las costas de los dos países.
Dotada de su conocida capacidad de forjar mentalidades, la globalización neoliberal se ha apropiado de un turismo a gran escala, asociado a lo que, trampa eterna de las palabras, se denomina, con aparente inocencia, industria del ocio. Su expresión extrema se manifiesta en los cruceros. En ellos, en lugar de observar lo nuevo, los viajeros se contemplan los unos a los otros en una convivencia que consume la mayor parte del tiempo disponible. En un recorrido por estaciones prefijadas, pasan por algunos sitios paradigmáticos y se lanzan a la búsqueda de souvenires de poca monta, trofeos para regalar a los amigos, una vez de regreso a casa. El paisaje humano y el poder de la cultura han desaparecido del panorama. Conocerán, si acaso, una mascarada dispuesta a mostrar en la estridencia bullanguera, el debido componente exótico.
Antes de convertirse en tumba de emigrantes desesperados, el Mediterráneo ha sufrido los efectos depredadores del turismo en el ámbito natural. Allí también, en rápida excursión, pasaron a segundo plano los testimonios de una de las fuentes originarias de la llamada cultura occidental.
El Caribe es la contraparte de aquel marenostrum. Conservamos zonas vírgenes, pero nuestra condición insular nos hace en extremo vulnerables. Tenemos hermosos paisajes, pero carecemos de abundantes recursos acuíferos para saciar la sed de una superpoblación temporera y mantener el perfecto césped de los campos de golf. En el orden cultural, los peligros son aun mayores. Mientras la tradición mediterránea evoca todavía las glorias de un Partenón ruinoso y la infinita gerencia de las pirámides egipcias, víctimas de las perspectivas neocoloniales, nuestra cultura no disfruta de reconocimiento semejante. El exotismo mantiene siempre un componente de subestimación y nuestros pobladores han sufrido en el plano sicológico ese condicionamiento. Agigantada en el último medio siglo, la industria del ocio despuntaba ya, cuando «llegó el Comandante y mandó a parar». Los hoteles que se multiplicaron en La Habana eran la cobertura de garitos, puntos de encuentros de una prostitución calificada y centros de negocios de una mafia en expansión. En aquel momento se diseñó un plan director para el desarrollo de La Habana, que articulaba intereses de diversa naturaleza. La especulación sustentada en el precio de los terrenos orientaba el crecimiento de la ciudad hacia el este, sitio donde se invertía con vistas a la creación de nuevos repartos. El Gobierno pagaba los gastos de infraestructura para inversiones con absoluta garantía de rentabilidad. Hacia allá se dirigían nuevos centros de dirección administrativos. La ciudad histórica quedaba a expensas del inframundo. Insuficiente el espacio previsto para ese universo depredador, una isla flotante se edificaría frente al Malecón, para el libre juego del garito a gran escala. Poco importaba el valor paisajístico del Malecón, complementado con las suaves colinas que modelan el perfil de la ciudad hacia su centro geográfico, la actual Plaza de la Revolución. La capital del país, joya de nuestra corona en lo histórico y en lo cultural, resultaría irremediablemente desmembrada.
Para un país como el nuestro, carente de grandes riquezas mineras, el turismo es una fuente de ingresos de indiscutible importancia. El desafío consiste en diseñar estrategias que potencien sus posibilidades de desarrollo en favor de la nación, en lo cultural y en lo humano, porque en las virtudes de nuestro pueblo reside el alma de la nación. La demanda emergente de un proyecto a gran escala centrado en la apuesta en favor de las ventajas de la disponibilidad de sol y playa, tiene que ir acompañada del análisis de los riesgos que comporta, con el propósito de elaborar las indispensables contrapartidas. Conviene descartar la noción de industria del ocio y tener en cuenta que la moda del disfrute playero puede resultar pasajera. Nuestra auténtica fortaleza reside en nuestra condición de isla grande, dotada de multiplicidad de opciones posibles, muchas de ellas fundadas en una tradición cultural e histórica, así como en la posibilidad de proponer diseños orientados hacia la valoración del buen vivir, latente en nuestras ciudades grandes y pequeñas, en el entorno paisajístico variado y en la supervivencia de rincones poco explorados hechos a la medida del ser humano. Para elaborar estos proyectos, sería recomendable complementar los mapas geográficos y geológicos con un mapa cultural iluminado por un profundo mirar hacia adentro.