Apacibles o violentas, las olas van y vienen sobre arrecifes. Dejan huella en los materiales que depositan sobre las rocas y también en aquellos que arrastran con su retirada. Con el paso del tiempo, modifican el paisaje. La corrosión de la piedra suaviza los bordes ásperos y de ella se va produciendo la arena, finísima casi siempre, gruesa y áspera en ocasiones.
De manera semejante, las generaciones son una realidad tangible. La atmósfera epocal, económica, política y cultural se manifiesta a través de rasgos y experiencias comunes. No constituyen, sin embargo, un conjunto abstracto, atrincherado en un territorio protegido por altos valladares. Toda sociedad es una amalgama de redes, conectada por complejos vínculos de interdependencia. Los jóvenes viven contextos diferentes, se relacionan de maneras diversas con familiares, maestros, compañeros de trabajo y dirigentes inmediatos.
Allá por los 80 del pasado siglo, tuve la oportunidad de conocer los resultados de una investigación de la Academia de Ciencias sobre la estructura socioclasista de la sociedad cubana. Por lo que recuerdo, el estudio se acercaba también a alguna caracterización de las mentalidades. Mencionaba la existencia de una «generación agradecida», conformada por quienes habían venido de abajo y podían ser, por ejemplo, los primeros universitarios al cabo de una larga genealogía de marginados.
La continuidad de estos abordajes resulta extraordinariamente útil para la toma de decisiones en todos los terrenos. En efecto, el triunfo de la Revolución produjo una aceleración de las dinámicas sociales. El ritmo no pudo mantenerse por razones de índole económica. Para muchos, el cambio se traducía en niveles de vida más ventajosos y en un valor de prestigio no mensurable en cifras. El acceso igualitario a la enseñanza ofrecía oportunidades al talento y al afán de superación.
Enlazadas por el aire de época, las generaciones divergen por su origen social y territorial, entre muchos factores. No coinciden en las posibilidades y aspiraciones resultantes del punto de partida, portador en cada caso de progreso o del legado de la pobreza y la discriminación. En los 70 del pasado siglo, algunas investigaciones mostraron datos reveladores. El estudiantado de la Facultad de Humanidades era mayoritariamente blanco, procedente de estratos profesionales. La Cujae, en cambio, ofrecía un panorama más popular y mestizo. La valorización de la belleza femenina también era contrastante. Los humanistas se atenían al modelo anoréxico. Los ingenieros preferían la cubana tradicional de caderas anchas y cintura estrecha.
La actual realidad demográfica de la Isla coloca en primer plano el tema del relevo generacional. Los análisis más difundidos acentúan la polarización entre la tercera edad y la juvenil. Los mayores vivieron la experiencia de los 50 y de los 60. Se nos atribuye (me incluyo) una visión nostálgica de aquellos años. Guardamos el recuerdo fresco del triunfo de lo que parecía imposible y de un escenario épico que involucró a los alfabetizadores, entonces adolescentes. Esa nostalgia nutre raíces que alimentaron un fuerte compromiso. Está impregnada de la memoria de la infancia y la juventud, edades llenas de sinsabores que pasan al olvido con el andar del tiempo.
La referida polarización deja en la sombra el sector intermedio. En los países desarrollados, y también en el nuestro, las expectativas de vida se prolongan y la valoración de las edades se modifica. Pocos pensaron, al caer Martí en Dos Ríos, que su obra prodigiosa había durado apenas 42 años. Para sus coetáneos, era un hombre maduro. Desde nuestra perspectiva, en cambio, impresiona la vitalidad latente en su cuarentena. Para la Cuba de hoy, el conglomerado etario que separa a la juventud de la etapa de la jubilación constituye la zona potencialmente más activa de la sociedad, puente entre los extremos, dotado de buenas y malas rutinas. En razón de estudio y de trabajo, se relacionan de manera inmediata con los que se inician. En el plano familiar, son los padres de los emergentes.
La sociedad no es una armazón de compartimentos estancos. Es un cuerpo vivo alimentado por un sistema sanguíneo que llega hasta lo más recóndito, el sitio donde transcurre la cotidianidad. La primerísima juventud se caracteriza por las tendencias grupales, pero estos acercamientos responden a contextos concretos. El modelo clásico pasa por los canales de los centros de enseñanza. No ocurre así de manera generalizada. El entorno barrial influye. Los muchachones se reúnen en las esquinas. Construyen proyectos o dejan pasar el día a día, capturados por las demandas de la inmediatez. Las fuentes de recreación y de trabajo no se distribuyen de manera uniforme. Los estímulos que animan los centros urbanos se distancian en las zonas más silenciosas en los poblados periféricos.
Las tradiciones familiares, los medios de comunicación, los centros de trabajo y de estudio determinan relaciones intergeneracionales de distinto signo. Se desprenden de las arterias matrices y alcanzan la múltiple y decisiva capilaridad.
Cuando escribo, intento concretar la imagen de mi interlocutor posible. Converso con alguien cuyo perfil se diluye en la sombra. Se me ocurre situarlo en esa zona etaria intermedia, puente entre los extremos de la existencia humana.